El
hospital cerrado abre su boca oscura
y
profiere en silencio el grito de un millón de gargantas.
Pasamos
por delante de la puerta del hospital abandonado,
del
gigante que fue un hervidero de furia,
el
hormiguero donde, a todas horas, se cruzaban las espadas del destino.
De
noche, una enfermera antigua, con su cofia ideal y su cara bonita,
con
sus medias blancas y sus zuecos de marfil que no hacen ruido,
recorre
los pasillos mandando callar a los espíritus,
llevándose
a los labios colorados el índice de su blanca mano derecha.
El
hospital ausculta un pedazo de noche,
y
trata de devorar la vida de los pájaros, de los insectos,
toda
la vida que le incumbe, toda la que se le acerca
confiada
y roja,
caliente.
Un
médico enloquecido esgrime su entrañable bisturí
en un
pasillo de la tercera planta
y
convoca a la muerte. La muerte que está detrás de todo:
detrás
de la enfermera y su rastro sanguíneo, del miedo, del dolor y del tiempo.
Un
aluvión de muerte en cada hueco,
en
cada sala de espera, en cada patio y en cada peldaño
de
la escalera de incendios.
Desde
que cortaron la luz, la escalera sube por sí misma
hacia
el tejado perforado de angustia. Arriba
se
oye un grito que viene de la boca oscura y entreabierta,
que
sale de la boca y asciende caracoleando,
dando
vueltas al espacio con su enfermedad latente
e
incurable.
Porque
un hospital cerrado es como un niño de la mano de nadie,
es el
vacío que viene de visita,
como
un hombre a solas con sus vísceras,
como
una dimensión escayolada,
un
hospital cerrado es como una mujer sin rosas en el pelo,
es
una habitación con vistas al otoño.
Pasamos
por delante del hospital antiguo cuando una enfermera
rompe
la noche con su grito inaudible y un niño ciego nacido del silencio
se
muerde los labios, a pesar de todo,
rojos.