Lo imaginaba esférico, serio y
elocuente, algo somnífero,
débil, maravilloso. Imaginó el amor
como redondo en su armadura,
único en su armadura reluciente:
fue
un brote sicótico.
Así que entre los muros acolchados,
en la celda acolchada, dentro de una
institución arraigada y fúnebre,
pesada y fúnebre,
institucionalizado como una bandera
incorruptible.
Dentro de los muros flameaba la
bandera al viento de la tarde,
el himno succionaba las meninges
y era el viento-holocausto, cáustico,
firme y revelador,
la mentira cobarde, el latigazo
eléctrico de un arma de defensa personal.
Mucha fue la medicación a cargo del
seguro, en parte.
Todo por una ristra de amor colgada de
la viga maestra, útil contra los vástagos
de la noche, seres aparecidos como
amantes del séptimo arte,
poco lúcidos a aquellas horas.
Claro que ahí constaba rampante,
figuraba en su sitial de preeminencia su eminencia:
LA DROGA máxima, colocándose un millón
de veces con la misma dosis;
y así fue que perdió los nervios,
contrató un detective para que
siguiera los pasos del amor,
aquellos pasos redondos, laterales,
que se subían por las paredes del hogar.
Imaginó cotas de malla y brazaletes
metálicos, máscaras Darth Vader,
máscaras antigás, máscaras de
carnaval, V de vendetta, ¡una revolución!
(en marcha), todo esto viendo un
partido de fútbol en la televisión.
Luego
dijeron que agredió a las autoridades como un
loco
que
parecía un animal sediento de sangre. El pobre.
Fue ingresado y sufrió tormento.
Acribillado por multitud
de jeringuillas hipodérmicas
falsamente esterilizadas, contagiosas y célebres
transmisoras de enfermedades sin
cuento. Retransmitían, es cierto,
otro partido del siglo aquella tarde,
después de la sobremesa inefable y la siesta
modorra y convertible. (Pues) siempre
había algo que mirar alrededor.
Se inventó un sentimiento amigable que
no dolía porque sí
y se subió a la parra. Demasiado
deprisa.