relatos, apuntes literarios...

sábado, 30 de noviembre de 2013

indispensable


Es la revelación, y no el detalle.

Su presencia acontece. Ella
está.

Los verbos palidecen en su nombre, su acción -cualquier acción-
excede la frecuencia sistemática del verbo, su plática,
su estirpe.

En la revelación está el detalle, y viceversa.
Digamos que se mece una, dos, tres, ¡cuatro veces?,
y basta. A la idea le importa el número. O se columpia una, dos veces: ya está
(fin de la imagen).
El acontecimiento trasciende la acción, que se ve relegada al infinito.
Es su presencia y no el detalle, lo relevante es su quietud, no su movimiento.

El hecho venturoso del espacio cortado por su cuerpo
que ocupa y desocupa lugares y momentos, rebanadas finísimas de realidad soñada,
segmentos plenos de vitalidad, tiempos felices por segundos, instantes eternos
repetidos hasta la saciedad de la mirada. La película es buena. Fugaz protagonista
de un estreno comercial, ella reinterpreta un thriller
agobiante con toda esa preciosidad que atesora, parte de otra belleza universal.

Digamos que hace sus cosas de mujer, realiza sus actos de persona,
sus ruidos (en silencio) y sus abluciones,
sus pensamientos y sus dejaciones, que comete sus pequeños crímenes y ama a sus enemigos
más prójimos, tal que una persona común, con su emoción a flor de ser y su fijo entusiasmo.
Actúa como a nadie le interesa. A la gente especial le gusta verla. Le atañe y nada más.

Lo que haga es su noción, está en su credo, está en sus mínimos cambios de humor
y sentido, es una entelequia, su estilo pertenece al ámbito seguro de la pasividad absoluta,
del arte. Está en el cuadro bien pintado, en el poema escrito del revés como una cinta
satánica, en la novela corta de éxito inmediato, en la escultura que aprende lenguas muertas,
sobre la elástica nota musical que habita pueblos abandonados al influjo de la nieve.

La película es buena, pero termina mal, fundida en negro
la soledad de un beso, mientras retumba la pegadiza armonía de los mejores finales tristes.
La chica en el andén, fumando un cigarrillo de nostalgia, esparciendo
su aliento milenario por el suelo mojado, víctima de su finura en la pantalla,
cautiva de una sombra inmaculada, esperando argumento, una línea de texto indispensable
escrita solamente para ella. 

miércoles, 27 de noviembre de 2013

2


Ella tiene dos ojos para comerse el mundo.
Ribeteados de espuma -mar adentro- danzan al borde de una atalaya perfecta.
Ojos lectores, atentos, despistados, alegres. Ojos redondos
como planetas recién descubiertos. Ojos en órbita, desorbitados,
líquidos ellos liquidados en público. Crónicos ojos
para no ser prevista,
para que no se note su indeciso retorno.

Sus ojos de un vistazo desde algún punto débil, desde la altura
débil y a punto de caer. Ellos solos (descalzos), dedicados al baile,
pero solos al término, obligados a ver más allá del espejo.

Ven un paisaje; captan la única sombra que no es suya, que no les pertenece,
una sombra que nunca ha sido azul. Todo lo ven, van
viéndolo todo: el aire. El aire es un meteoro que apenas puede verse
(cuando el viento), metáfora de todo lo que existe; y lleva un traje gris.
El aire -dice- es triste
porque nadie lo ha visto haciendo travesuras (y así crece y se convierte
en un secreto dios).

Primero ven el aire y entonces ven el sol. Ella tiene dos ojos para comerse el sol.
Hacen falta dos ojos históricos, antárticos, ambos hechos de bronce,
inclinados, acaso, a la melancolía, el desarraigo,
la visión panorámica del cielo.
Dos rubíes atlánticos. Dos maravillosos. Los Dos.

Los planos del futuro. Mira y construye. Mira y destruye. Mira.
Y mira. ¡Pues vedla edificando un mundo a su medida!
El futuro comienza en el momento. Ella siente que aquello le concierne.
Algo. Lo mira de pasada, sonríe su mensaje. La sonrisa
es natural que caiga de los ojos. Se le cae la sonrisa de los ojos
            para verse mejor.

Ella tiene dos ojos para decir adiós, pero no lo consiente. Dice ahora y lo dice
en la boca del sol, mientras sus ojos se rodean de luz, de qué manera se rodean de luz.
Mientras la noche es presa de una luz acuciante.








martes, 26 de noviembre de 2013

en honor a la verdad


No es que sean tan malos, no es que sean rebeldes, no es que lo sean,
aunque fumen y beban por los codos y relinchen como potros salvajes, aunque rompan 
rectángulos de luna y persigan quimeras con ruedas de platino. No es que sean extraños,
aunque duerman a deshoras y frecuenten sórdidos locales, aunque infecten
los antros del suburbio y cometan excesos contra la ley y el orden, aunque luzcan
sus tatuajes de culto en los brazos y el pecho -cinco puntos en el dorso de la mano-.
Aunque vayan huyendo como lobos que han probado la sangre.

No es que sean violentos, aunque estrellen vehículos contra el paraíso
y se rodeen de fieras, aunque tengan las manos de cemento y los ojos inyectados en odio.
No es que sean distintos, aunque busquen parejas a la fuga,
habiten en garajes y sótanos profundos y se levanten a las tres de la mañana
para ejercer su oficio de poetas sin obra.

Son los mismos, que vuelven. Los hermanos pequeños, los amigos, la gente.
Los que vienen rodando con la música. Los que vienen a ser lo nunca visto;
los que no leen libros, los que no van al cine, los que vigilan las puertas de la gloria
y se saben de memoria los horarios de cierre. Son los que renuncian, los que avisan,
los que burlan las alarmas del parque, los que no se presentan, los que faltan,
los que trafican con el pan por debajo de la mesa. Son los padres, las madres,
los hijos del asombro, son los chicos del barrio, los que hacen la calle,
los que pasan en bloque, los que enferman, y mueren.

No es que sean perfectos, no es que sean valientes, a pesar de los años testarudos,
a pesar de las múltiples heridas que les muerden, a pesar de los sueños.
No es que nos hayan declarado la guerra, a pesar de las cárceles, a pesar de las bajas
y las cicatrices, a pesar de los huérfanos que planean desastrosas venganzas
y los muertos que se esfuerzan por quedarse a vivir en el recuerdo.
No es que sean soldados de un ejército triste, por más que se vistan de luto
o lleven zapatillas para salir volando y oculten el rostro bajo máscaras de espanto.
No es que vengan de países remotos, ni aparezcan de pronto como fantasmas díscolos.
No es que nadie conozca su delirio, su historia aparatosa, su voluble carácter.

Son la piel del futuro. Los hermanos del hambre. Son los nuevos demiurgos, los actores
del pánico. Los que vuelven del frente, los que no se acobardan, los que matan traidores,
los que viven a sueldo de la noche, los que acechan y se precipitan como héroes exhaustos.
Son los padres, las madres, nuestros hijos bastardos, temerosos de dios.
Son los viejos mesías con ropa de diseño, los profetas de una sociedad acabada,
enemigos de su libertad y la nuestra, perlas sudorosas, los amigos, la gente,
los que siempre fracasan, los que no tienen suerte, los que no tienen tiempo, los que sufren
y mueren...


jueves, 21 de noviembre de 2013

humo en la palma de la mano


Restos de ciudad acuchillan los sótanos despiertos,
negros animales salpican la noche, se aclimatan al exilio tenebroso.

La policía transita los barrios que han elegido el silencio,
han firmado un pacto de silencio.
Dos jóvenes se esconden bajo la sombra de un ángel caído.
En la calle se respira una mezcla de piedra y alquitrán, humo y miedo,
un terror psiquiátrico a los cielos que se desangran en lluvia y tiempo oscuro.
El vaho que sube en columnas petrificadas se confunde con la niebla
que empaña los cristales rotos. Las miradas confluyen en una gota de sangre.

Una mujer hermosa camina por la acera engatusada;
lleva las uñas pintadas de rojo corazón,
a juego con el creativo resplandor de su corona,
oculta la sonrisa tras un velo precioso de estremecedora nostalgia (su anhelo).

El aire ¡pesa tanto! Cirros de porte comatoso acribillan los pulmones de la infancia.
Nadie duerme bien. Los viejos agonizan lentamente -como siempre- ralentizando
todos sus procesos como si ya no fueran seres humanos cada uno con su sombra.

La policía acumula pruebas contra la justicia. En parte, los chavales suspiran
cuando se equivoca la luz, sacan conclusiones.
La atmósfera del sueño invade las conciencias.
Se está fraguando un retorno al origen; la cadena se rompe, golpea, duele.

La mujer se parece a su nombre. Sus piernas nacen del asfalto poderoso,
gritan su caricia de seda, susurran frente al espejo ardiente.
De sus labios, brota una palabra capaz de levantar el vuelo. Su silueta se bambolea
a todo tren en los escaparates, como si quisiera convencerse de su encanto.

Concluido su escarceo, la banda se reúne: una hoguera en la palma de la mano.
Solamente el alma de los automóviles brilla con luz propia.
A la vuelta de la esquina, una lanza térmica lobotomiza montañas de oro,
un gato entona su maullido profético.





domingo, 17 de noviembre de 2013

simple como un beso (de amor)


Montado en un caballo de silencio,
a una distancia nimia de su boca entreabierta,
todavía es libre el beso (otros labios tienden su red
de mentiras, su palabrería, asedian el líquido contorno con intenciones dramáticas).

Ella no habla, solo siente el vigor
abriéndose camino a través del aire limpio, solo escucha el sonido
de las olas que rompen corazones de espuma, de la sangre que late y se derrama,
la humedad y el cálido principio.

Ha comenzado el día siguiente. La aurora venía con prisa
vestida de horizonte en ascuas. El cielo desayuna un zumo de naranja,
se fuma un cigarrillo. Un pájaro que canta como en misa,
un ave redentora de irisado plumaje, desciende entre azulejos y blancor
deletreando el nombre del pecado.

El beso fluye arropado en qué lágrimas puras. Con propiedad, cae fuego
de la altura, qué turbia asomada al precipicio.
Un halcón baja de nube y deposita en la niebla un hilo de oro.

Pronto se habrá desintegrado el alma en series de color ceniza,
habrá dictado el deseo su última carta. El viento lanza bocados tristes al espacio,
por si un copo de nieve.

Ella se cree, tiene nombre de gigante
a la hora de huir arrasando el recuerdo, a la hora de irse de vacío,
sin un beso que llevarse a los labios
secos de amor.




martes, 12 de noviembre de 2013

simple amor


Retrocede. El tiempo se pronuncia y retrocede
enhebrando su diente de tristeza. Hacia un momento simple;
simple como una declaración, un acertarse en pleno rostro
con un beso.
Es la hora de los labios que se duplican dentro de su ciudad perdida, labios hondos
para no hablar de amor.

Del suelo, se recogen los párpados,
la vista al frente de la voz, se recogen los sueños vacíos de sentido,
simples como una barricada en lo más alto.

Ella reconoce el momento
-perseguido a ojos ciegas- y profana el silencio con su débil anuncio.
Su tibia soledad se aproxima al extrarradio del tiempo,
donde todo sucede una vez más.
Al fin, dice Te Quiero con la mirada puesta en aquel cuerpo oscuro.
A la luz del sol, es libre de adoptar la sencilla claridad de su ídolo.

Él recoge el sonido con las manos muertas
y se maravilla del trazo robusto pero anómalo en el aire,
la forma oculta que emerge de golpe,
sin intermediarios.

El fuego se hace eco
de la palabra
e ilumina la salida del templo. Un pájaro frota su imagen contra el espejo del mar
y los diamantes saltan como negros relámpagos.
Los ojos redoblan su promesa.

Retrocede. El día se repliega hacia la noche
que promueve su fosa de color.
Las almas recuperan su grandeza. Y todo es inocente, simple hasta la náusea de dios.





miércoles, 6 de noviembre de 2013

al individuo 02


Hoy le llevamos flores al Individuo Número 02. En la creencia.

A una tumba sin nombre. El individuo con un cero a la izquierda,
su nombre -¿qué se debe?- en el haber,
su nombre como un cero a la izquierda,
perdido en una línea huérfana entre la letra pequeña del rescate bancario,
solo identificable en la infinita terminal de la Historia.

El Individuo Número 02 es un muerto sin nombre y, sin embargo,
a través de los años,
una serie de certezas
ha ido acumulándose en torno a su recuerdo
hasta dotarlo de una personalidad arrolladora.

Tenemos la absoluta certidumbre de que fue asesinado a causa de sus ideales.
Nos consta que nadie se tomó la molestia de investigar el crimen,
que no hubo pistas ni declaraciones ni testigos...
Sabemos también que no se celebraron exequias,
que ni los dioses ni sus representantes en la tierra se interesaron
lo más mínimo por su trágico destino.
Y lo más importante: estamos totalmente seguros
de que era inocente como solo puede serlo un hombre libre.

Hoy le llevamos flores al Individuo Número 02
a una fosa común, a una tumba sin nombre,
¡que se lo han recortado unos canallas!

¡Sepa el mundo que tenemos rojo el corazón y fresca la memoria!





sábado, 2 de noviembre de 2013

otro ramo de luz


Se derramaba hondamente su ausencia. Ella inalcanzable,
en un tiempo distinto, un día antes de la realidad. Llega la navidad
y ella se mueve, siempre de un lugar a otro, baila por el espacio,
se adentra en nubes árticas, emerge por la boca del túnel, sale a flote.
Su faz, su rostro, es. Al efecto, su rostro es una máscara elevada y doliente o
tal vez un retrato de sí. Ella se pinta un corazón entre las manos,
el corazón flota y yace por arriba, sube como una lluvia inversa al cielo negro
y se deja caer, solo la sangre oscura, espesa como sangre, oscura
como la nula noche. Puede que salga el sol que ha aguardado su turno
girando mientras gira hasta el abismo maquinal de la galaxia,
el núcleo perverso que engulle las felicidades, todos los vórtices,
todos los nudos creados por la vida. La muerte reverdece tras la pausa
versal del universo, rima con una enfermedad tan súbita,
con un proyecto de religión sin dios ni diablo, natural.
Los ancianos no saben, mejor no preguntarles, no molestarles mucho
con preguntas nocivas y celosas, es mejor dirigirse
a los niños que ignoran lo que ignoran y de pronto se aciertan por si acaso
con la ferocidad de la inconsciencia. Pero ella, frente al espejo, no se preguntaba,
nunca, a nadie; pues nadie conocía su inquietud: ella autosuficiente, ella misma,
autónoma, autómata con el amor por supuesto entre los ojos cerrados a conciencia.
Bellísima propietaria de un cuerpo sin amor; como el amor mecido,
adormecido, envuelto en la columna probable del aliento, un suspiro mudo.
A veces el amor es un concierto de pájaros sin paraíso, tumulto de gorriones,
sacrificio de palomas, a veces, una vida en silencio, sin risas,
el hueco de la infancia llenándolo todo de destino, un despilfarro
el alma acróbata dando vueltas por el techo, asustando al espíritu.
La vida era un problema cuando había tanto que esperar del mundo
y el mundo se plegaba y no correspondía y olvidaba los aniversarios.
La tarta se quemaba en el horno o no llegaba en su momento;
la tarta de Carver abrasándose en el momento más inoportuno
era la de todos los años, la misma, misteriosa, llamando a la puerta
y encontrando un velatorio, música fúnebre, sin niños ni risas ni esperanza.
Desde entonces, la ausencia. Ella no  muere, ella vuelve a su raíz,
se mueve en su automóvil cromado color brasa y certifica un sueño
por cada kilómetro viajado en soledad, con la familia alrededor,
los hijos que protestan en idiomas extraños, musitando palabras audaces,
pequeños gritos que apenas representan una sustitución, apenas solicitan
la explosión de un abrazo, muestran el ansia, exprimen su libertad.
El amor tenía su precio en ese aula, su precio y su relámpago,
llevaba su etiqueta y su código de barras, su placa de policía secreta.
Era una sabia manera de quedarse en casa hasta las tantas,
como una manera inteligente de saborear el tedio, de aplacar el sudor.
Ella que vive en una casa lejana frente al desierto de la gran ciudad
acomete la tarea insoslayable del principio rector, comienza su periplo
extravagante por las salas de cine, las aceras combadas
y  repletas de aire, los sarcasmos que pasean dos centímetros
por encima del suelo y la humareda. Proliferan antenas por doquier
que espían cualesquiera movimientos anónimos, graban en sus discos
las disculpas, los insultos, las agresiones diarias que perpetra el ambiente.
Ella no suele estar al cabo de la calle, según y cómo venga dado el día,
cuando más corta el cielo y las cigüeñas caen desde su altura esotérica
sobre los transeúntes. Su rostro es lágrima y no se debilita
entre lo cotidiano, con el acontecer pasivo, poco proclive a la solemnidad,
de los sucesos perfectos que parecen medirse contra la planitud del futuro.
Ella es moderna, ella es pacífica, ella comanda un aluvión de historias.
Por alusiones, ella es tan frágil que no conecta con la fama,
aunque doble en belleza a las estrellas y contenga una luz para el destierro.
Al fondo, anda la luz barriendo para casa. Dispara un reflector que alumbra
todo el poema desde el principio de los tiempos, cuando ella derramaba su ausencia,
inalcanzable y se movía por el espacio anunciando un retorno despiadado,
no poético, un retorno estático y tan poco versátil, comedido.
La luz se rememora y transporta un big-bang prescrito, un big-bang hacia el pasado
que claudica, la expansión debida, una materia que se comporta como se supone
que debe comportarse la materia de los sueños rotos: con aflicción, con tacto,
tacto para tratar con perdedores y pobres de solemnidad, caridad y buena cara
para suplir las carencias de una existencia basada en casi nada de amor. Así,
ella comunica su vitalidad, su modernismo, su prosa de escritura fantástica
y sin réplica, su formidable autenticidad, su conocimiento. Así, de luminosa
forma, desmadejando las tinieblas del arte, que viene a ser muy poco claro,
ella blande un desierto en cada rosa y va pidiendo agua. Y dice adiós.







viernes, 1 de noviembre de 2013

inmaculada


¡Dadle sombra al amor!, el cuerpo inmaculado de una muchacha de Tokio,
el cuerpo místico de una muchacha saudí.

Estrictamente, aquel amor no necesitaba un cuerpo para luchar de frente,
le bastaba con la cabellera rizada, el rizo universal, el canon afro,
estilo y vanguardia. A veces, sin embargo, autorizaba al resto de los ojos,
rendidos a sus pestañas de raso, apenas hechos, comestibles,
dignos emperadores del rostro, abiertos al espacio, adictos al rocío, siempre verdes,

Y las sombras se visten por los pies de acero con gamas insólitas de color aguja,
visten hordas de fragancia, látigos para el ceño fruncido,
medias transparentes.

El cuerpo matizaba su arrojo. Los brazos eran solo palomas, solo al viento,
nada más que el humo arriesgado de las chimeneas. Las palomas recorrían
la longitud rabiosa de las piernas sin desplegar sus alas invisibles  
en un proceso romántico de aclimatación a la felicidad.

Otro bálsamo era el pecho que resumía su angustia en un suspiro débil,
reclamaba la audacia de las manos, crepitaba ondulante.
El pecho asimilaba su estación permanente, otro invierno a lo lejos,
avanzadillas de nieve y un calor tan frágil como el hielo en la capa del estanque.

La sombra del amor era copiosa, de visita pasaba a ocultar el sol, se comía la luz,
ocultaba la luz entre las sábanas, la escondía entre húmedos reflejos,
entre el polvo brillante, el agua corriente que salpicaba burbujas a su paso.
¡Ah!, jugaba con ventaja y engañaba a los jóvenes
con su cuerpo menudo y su cabello limpio, arropado, lanzado a la aventura,
repeinado y pintado en tonos ligeramente plásticos.

Dadle fuerza al amor, dadle una historia,
dadle el cuerpo barroco de su nombre, el cuerpo atlético de una estudiante del MIT,
el cuerpo anciano que anuncia su promesa solemne
con toda su dramática experiencia a cuestas
como una falsa lluvia cayendo a jarros sobre su gran corazón.