miércoles, 12 de marzo de 2014

a este lado del sol


Hay que saltar. Azealia lleva un mendrugo de pan en el bolsillo.


No
Soy
Una
Princesa

Lo dijo así.


Camina y lejos de ella sus investigadores privados que la acompañan a todas partes
y no la pierden de vista. Su cohorte. Ella.
No hay Reina más poderosa.
En el barrio. Los contenedores suman gasolina, huelen a ceniza,
los escaparates apedreados o nuevos. Es la última noche.

Hay que saltar. Azealia saltó tan alto, saltó tan lejos sin romperse el astrágalo
un muro alto como la valla de Europa. Ayer paseaba por el patio sola en compañía de muchas.
Las chicas celebraban un acontecimiento, un intento.

La Princesa Azealia no era una princesa, pero no había Reina más orgullosa que ella
cuando aparecía por las calles siempre desiertas del distrito, siempre a oscuras, siempre
acostumbrándose al incendio.

Hay que saltar. El patio aconseja y ahí se aprende pero no se hacen amigas.
Ella sin drogas se fumaba un cigarrillo electrónico, votaba
por correo al Partido Comunista. Qué menos.
Los bloques amenazan con salir pitando de la ciudad, descimentados,
alargándose hasta la eternidad de un cielo gris.

La mafia reparte caramelos a la puerta del colegio electoral o a la puerta del cine:
es la doble sesión. Los disparos no dejan dormir al niño. Azealia un día será mamá
y sus hijos dormirán a pierna suelta, quizás en otro país. La manos de Azealia
experimentan un ciclo maternal, acarician tan flojas, suaves como fábulas.

A distancia, ¡cómo le hacen la corte! Enfrascados en sus tablas de snow,
hasta las cejas de pastillas para la tos, sampleando una auténtica sirena,
toqueteando frenéticamente un famoso disco de vinilo.

Un cuento. El cuento empieza mal para terminar de golpe con un beso en la frente
que es un golpe maternal o fraterno (trazas de un K.O. técnico). En el cuento hay una princesa de color
negro que es más hermosa que un reloj de pared, más hermosa que un rifle de repetición,
más bella que la catedral gótica más vieja del mundo,
más que el viejo caserón descascarillado de estilo gótico carpintero que no se tiene en pie,
preciosa como una estación espacial, como una sonda espacial, como una nave no tripulada;
más alta que el reflejo del sol en la cresta plateada de la cumbre.
La Princesa sonríe y se llama Azealia -dice el cuento- y es tan guapa que no hay fuentes
para ella, no hay agua más clara, no hay un cielo por fuera de sus ojos negros.

En el barrio la gente se provoca, los coches son provocativos. Fue un coche que atropelló
a un anciano y salió huyendo porque no sabía parar. Las chicas no saben parar,
y no quieren parar, llevan un mecanismo erróneo en el cerebro, sin mesura,
como unos pantalones más anchos.

Es cruzar la autovía y la poesía que se ha quedado al otro lado y la poesía no existe.
Los poetas no están a esta orilla del crimen. En este cuadrilátero de la ciudad
no existen versos como lágrimas ni palabras de amor. Ella no tiene quien adorne su esperanza,
quien la cuide a sorbos de nostalgia, quien se ocupe de su forma de besar.

La pobreza que tiene corazón y muestra cicatrices en el alma, tatuajes en el brazo
izquierdo de la vida, en la mano de un millón de dólares.

Azealia, hay que saltar. Sin rasguñarse, sin herirse, sin romperse el astrágalo
ni dejarse matar en el intento. 




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