Eran las siete y media de la mañana cuando le dio por levantarse. El día era un arcano seis de mayo del año del señor de dos mil nueve. Quedaban todavía en el ambiente los restos de una fría primavera, de una época gris. Quedaban en el aire las palomas y las hojas abiertas en canal.
Le dolía la cabeza, un infierno desarrollaba fuego en su cerebro, carcomía sus neuronas un aroma de lucha, un paisaje de sangre encaramada al cuerpo dilataba sus pupilas y un remolino ácido hacía de sus tripas corazón.
Cuando se quitó la camiseta para entrar en la ducha, todavía mareado, descubrió con horror la inconfundible marca de un mordisco en su hombro izquierdo, una marca que había dejado un cerco violáceo de considerable tamaño alrededor suyo, que latía con ensordecedor rumor de calamidades. Trató de recordar; imposible. Un rimero de sombras se abatía sobre el espectro de la noche anterior. Sabía que había salido de casa dispuesto a tomar unas copas, e intuía que había vuelto a beber demasiado, de ahí la insoportable cefalea, pero no tenía la menor consciencia de lo sucedido. La película era un fundido en negro, con un sonido de fondo irregular, en el que se mezclaban aleatoriamente gritos, risas, gemidos y atronadora música de altavoz.
La herida no parecía, afortunadamente, demasiado profunda, aunque le molestaba bastante, así que se la limpió cuidadosamente con agua oxigenada y luego se puso una gasa con un esparadrapo que casi la cubría por completo. La mañana era espléndida, así que recogió a toda prisa sus papeles en un par de carpetas y decidió acercarse al ambulatorio antes de ir al trabajo. Le hicieron pasar a una sala donde lo esperaba una enfermera joven.
- Dígame su nombre, por favor.
- José Redondo.
Tras un breve interrogatorio, la mujer le pidió que le mostrara la herida y le arrancó la venda con precaución.
- ¿Cómo se lo ha hecho,... le ha mordido algún animal? No tiene buen aspecto… Habrá que limpiarla bien.
- En efecto -mintió-, un perro callejero. Me agaché a acariciarlo y me mordió, me dio un susto terrible.
- Vaya, parece que le gustan los perros… -terció la enfermera mirándolo con cierta aprensión-.
- Debo de tener fiebre... El... accidente... me ocurrió ayer noche y me he despertado con un increíble dolor de cabeza. De hecho, creo… que voy a vomitar…
De repente sintió un ardor incomprensible en el estómago y una arcada de bilis invadió su garganta, un río de lava que le hizo saltar lágrimas de los ojos. Enseguida, la enfermera le puso una palangana y, cuando terminó de sacudirse, le acompañó hasta la camilla.
- Túmbese un rato mientras le pongo el termómetro, luego le tomaré la tensión. Enseguida llegará el doctor.
Observó el nombre que figuraba en la placa cogida con un imperdible a la bata de la chica, Rosa Gálvez. No recordaba haberse afeitado y estaba seguro de que su apariencia era deleznable. Ella le observaba con evidente gesto de preocupación en su rostro ovalado perfecto. El aire podía cortarse entre ellos. Él tuvo un acceso de pánico.
- Perdón.., ¿está segura de que usted y yo no nos conocemos! -casi gritó, sin percatarse de ello-.
La joven se sobresaltó y dio un respingo en la silla, a su lado.
- ¡Treinta y siete y medio!… Casi treinta y ocho, tiene algo de fiebre, debería esperar a que le viera el doctor. Se trata de activar el protocolo que tenemos para estos casos, que son relativamente frecuentes... ¡Ah! -dijo esbozando una sonrisa de compromiso- y sí, estoy segura de no haberle visto antes.
El miedo se recrudeció hasta inducirle un paroxismo próximo al horror más acendrado; trató de encontrar una salida digna, una escapatoria, necesitaba salir a respirar el aire fresco de la mañana.
- Mire,... Rosa, ahora no puedo perder un minuto más, tengo que ir al despacho, volveré esta tarde, se lo prometo...
Se sentía torpe, torpe hasta la náusea. La chica era guapa, no particularmente, sino en general, era su belleza de esa clase que tiene que ver con la juventud, una belleza a punto de dejar de serlo, pero capaz de sorprender a cada momento; le ponía nervioso. Nunca había tenido éxito con las mujeres. Le pesaban una timidez innata y un desaliño previo que conformaban una suerte de señal de stop para el sexo opuesto. Se resignó cuando comenzó a larvarse en él cierta desafección hacia lo sanitario nunca antes experimentada con tal desasosiego, una desconfianza que se agigantaba, un desacato.
- Usted verá. Yo no puedo recetarle nada, además es necesario suministrarle la vacuna antirrábica en un plazo no superior a las setenta y dos horas. Pero, por favor, déjeme desinfectarle la herida. No sangra, será rápido... -anunció la enfermera, y la cordialidad desapareció de su rostro: sabía que la marca no correspondía a una mordedura de perro, había visto unas cuantas. El hombre que sudaba sentado en la camilla había sido mordido, casi con toda seguridad, por otra persona-.
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Una vez en la calle, comprobó que le dolían los brazos y las piernas. Un dolor nuevo, desfalleciente, un no-dolor que lo tenía exhausto, un dolor de marioneta estropeada. Resoplaba una brisa inofensiva que abría los pulmones, vivificante, y se dejó llevar. La fiebre simuló remitir y, por un instante, se sintió casi en forma. Entró en una cafetería y pidió un café con leche y un donut. En la radio sonaba una canción de Michael Jackson que no era Thriller. Al cabo de un rato, notó que todos los clientes del bar le miraban e, inopinadamente, se descubrió cantando a pleno pulmón, desencajado. La camarera avisó al encargado, un tipo voluminoso que exhibía un ademán nada conciliador. Dejó de vociferar en un rapto de cordura y observó a su fornido oponente, que lo miraba estupefacto con su beligerante gesto congelado en el rostro. Sonrió a lo James Cagney, con desquiciada suficiencia, seguro de estar pasando ante la parroquia por un auténtico sicópata, puso un billete de cinco euros sobre el mostrador mientras mascullaba una especie de disculpa retadora y salió del bar sin esperar el cambio dejando tras de sí un pozo de silencio.
Se sentía vagamente orgulloso de su actuación estelar en la cafetería, aunque seguía como en otro mundo, como desubicado. Trató de serenarse y pensó en tomarse un lexatín nada más llegar a la oficina. La herida del hombro seguía palpitando, incordiando. Sudaba con profusión. El calor se le hacía insoportable. Se mareó de nuevo y tomó asiento en un incómodo banco de la avenida. Se le cayó el pañuelo al suelo y allí quedó extendido hasta que pasó una señora y depositó en él una moneda tras inspeccionar a su desharrapado propietario. De súbito, comprobó espantado que no sabía dónde se encontraba. La avenida era parte de una ciudad extraña, no de la suya, se sentía extranjero, desvalido. En torno suyo casi podía palparse un halo de miedo, sudor y desesperación. Cerró los ojos e intentó concentrarse: tenía que ir a trabajar, ¿dónde? Inspeccionó la carpeta que llevaba en la mano, en la esquina inferior izquierda vio un membrete de la Delegación de Hacienda y una dirección… Paró un taxi.
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Subió las escaleras y saludó al conserje con un estremecimiento. El dolor en las articulaciones iba en aumento y su frente ardía. Una vez en el despacho abrió un cajón de la mesa y buscó hasta encontrar sus pastillas, dudó entre la aspirina y el lexatín y finalmente optó por ambos. Estaba tomando la segunda aspirina cuando llamaron a la puerta. Era su jefe, el señor Tobías.
- Redondo, llega tarde, ¿tiene ya el informe de expropiaciones? Ya sabe que hay que remitirlo al ministerio esta mañana...
Notó que el viejo, embutido en su sempiterno traje de franela gris, lo escrutaba con malicioso detenimiento. En realidad, Tobías siempre lo escrutaba, lo desaprobaba de continuo. Si no hubiera sacado la plaza por rigurosa oposición estaba seguro de que el viejo cabrón ya habría tramado la forma de despedirle.
- Pero…, ¿le ocurre algo?
- Mire, Tobías, no me encuentro bien. Le entregaré el informe antes del almuerzo y me iré a casa a descansar. Está a falta de unos apuntes… tengo que bajar al archivo a consultar unos expedientes...
- Bien..., hágalo enseguida… Debería cuidarse un poco más, es usted muy joven ... -concluyó Tobías, y las palabras de deslizaron por sus labios con insana delectación-. Luego hablamos.
Tomó unas cuantas notas en un papel y cuando fue a echar mano de los borradores que había estado preparando en su casa, no los encontró, lo que le puso más nervioso todavía. Apesadumbrado y dando muestras de evidente cansancio se dirigió a las catacumbas del edificio. Estaba empezando a tener alucinaciones, oía voces. Misteriosas sombras se cernían sobre él. Escuchaba canciones en un idioma inaudito que entendía a la perfección.
Sandra, la nueva y bonita secretaria de dirección estaba en el pasillo, junto a la fotocopiadora, trabajando. Casi no la conocía, pero no le hacía maldita la gracia que le viera en esas lamentables condiciones; intentó una ridícula maniobra evasiva cuando ya era demasiado tarde. Ella le saludó con una sonrisa y luego reparó en su estado.
Trató de aparentar algún dominio de la situación diciendo algo inteligente, pero mientras lo pensaba ella farfulló una excusa y se dio la vuelta alejándose a toda prisa, bastante alarmada a juzgar por su expresión. Otra vez torpe, se avergonzó, aunque apenas notó el incremento del calor en la cara, hirviendo que la tenía como la caldera de un buque de vapor.
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Eran ya las diez y media de la mañana y dio un traspiés al bajar las escaleras, aunque, in extremis, pudo evitar el batacazo final. La temperatura de su frente hacía tiempo que había llegado al clímax y tenía los brazos y las piernas entumecidos, casi dormidos. Esperpénticas apariciones surcaban el cielo abierto de su imaginación, hombres y mujeres pestilentes de ojos malignos, dientes podridos y uñas de metal. Una noche perpetua, elevada en ausencia del subsidio lunar, proclive a las ocultaciones, al acecho. Una noche perfecta para cualquier trato, para cualquier opción inapropiada, para cualquier tránsito.
Entró en el archivo, oscuro y húmedo, encendió la luz y se acercó al lugar en el que deberían estar los expedientes que buscaba. La cabeza le daba vueltas, las piernas no le respondían y la zona de la herida rebosaba de tumefacción. Una obstinada lasitud iba lacerando su conciencia. De pronto, el olor de la tierra fresca del cementerio inundaba sus fosas nasales y sentía el graznido de los cuervos que saludaba inmóviles campanas. Babeaba un poco, chasqueaba los dientes como un animal. Estaba como espasmódico pero agarrotado. Olvidó el objeto de su visita al sótano y volvió sobre sus pasos. Apagó la luz y se encaminó dando tumbos hacia las escaleras. A medio camino, se desvió por otro pasillo para vomitar; abrió una puerta y se encontró en una habitación donde se guardaban periódicos atrasados y material de oficina, vio un cubo de fregar en un rincón y lo utilizó como recipiente de su profusa náusea. Literalmente destrozado, no tuvo fuerzas para levantarse, cerró la puerta de una patada -al tercer intento- y se quedó allí hecho un ovillo entre cajas de cartón y estanterías metálicas.
Entonces, recordó. Le parecía estar viendo la televisión, una serie de la que él era protagonista. En ella, cenaba, se acicalaba y salía de casa dispuesto a correrse una juerga miserable, pero no había risas enlatadas, el fondo era tenebroso, de hecho, él aparecía lívido, y el contorno de sus ojos presentaba tintes grisáceos, y estaba despeinado y vestía un traje que le quedaba mal. De cualquier forma, salía a la calle y caminaba hasta la zona de bares de la avenida mientras los buitres tomaban posiciones a lo largo del camino apostados en coches, árboles y farolas (un atrezo convincente). Entraba en un bar donde lo atendía una camarera agradable, latina, una chica… ¿cubana, tal vez?, guapa y con boca de miel. El local estaba semivacío y él tomaba güisqui con hielo; el tiempo transcurría sin palabras, al tercer o cuarto vaso, se levantaba y, tras despedirse cordialmente de la chica, salía de nuevo a la calle. Estaba empezando a llover, la negrura del cielo era completa, miraba su reloj y, ¡uf!, era más tarde de lo que suponía, las doce y media... y su portal a escasos cien metros de donde se encontraba. De vuelta a casa. Las aceras estaban casi desiertas, los pocos viandantes que se cruzaba iban deprisa, las cabezas gachas,. Tampoco había circulación, así que atravesaba la avenida sin problemas. Ya estaba echando mano a las llaves de casa cuando…
La televisión se apagó con un chasquido. Ahora el recuerdo era más nítido, profundamente menos irreal. Simplemente, había sucedido lo extraordinario. Un hombre que no era un hombre, unos dientes de sable que se hundían en su carne, un pánico indescriptible que lo atenazaba, un autómata enloquecido que golpeaba como un peso pesado, unos ojos sin vida que emitían destellos de guadaña... El ataque había sido fulgurante. En un momento, lo tenía encima. Fue mordido con saña. Una angustia desconocida le había poseído. Fulgurante: la secuencia de un ataque zombi, las películas de zombis. Lo que no existe, lo que se inventan los novelistas, lo que diseñan los guionistas de Hollywood. Para volverse loco.
...Y esa plétora de desgracias que le acontecía era la natural consecuencia de tan espantable agresión. Aquel ser infrahumano le había contagiado su imposible enfermedad.
El desfallecimiento retornó con ímpetu. Tras el imponente esfuerzo de concentración que había realizado, intentó moverse, pero tenía el cuerpo paralizado de cintura para abajo. Un ingrato sopor se iba apoderando de su mente. Cerró los ojos. Ya estaba soñando antes de dormirse.
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El reloj de la consulta señalaba las siete menos cuarto cuando un celador entregó a Rosa, que ya estaba recogiendo sus cosas para marcharse a las siete, una carpeta que la señora de la limpieza había encontrado en el suelo de la sala de espera de la consulta. En su interior había una serie de documentos con membrete de la Delegación de Hacienda, una dirección y un teléfono. También había algunas notas manuscritas entre las que descubrió un nombre, José Redondo. Inmediatamente, recordó al hombre al que había atendido a primera hora, el de la mordedura. Un tipo raro, interesante de alguna forma morbosa. Un funcionario de Hacienda, quizás un inspector, de esos que te hacen sudar la gota gorda. El caso es que estaba muy cerca de su oficina, y resolvió pasar por allí a dejar la carpeta. Quién sabe, a lo mejor lo encontraba trabajando.
Arrancó el coche y se sumergió en el todavía fluido tráfico de media tarde. En cinco minutos estaba frente a la Delegación de Hacienda. Como en los dibujos animados, un ángel y un demonio, cada uno a un lado de su cabeza, porfiaban entre sí, uno porque se diese la vuelta y se fuese a casa y otro porque entrase en el edificio y se enfrentase a su destino. Un presentimiento gris, ambiguo, nublaba su entendimiento. De una parte, se encontraba ridícula en su papel de buena samaritana, pero se veía impulsada por una fuerza insólita. Tenía una necesidad real de volver a ver al hombre devorado, de saber de él, incluso de acercarse a su vida. No había una explicación ni remotamente racional que explicase un comportamiento semejante. Pero había algo, algo como un aullido sólido, inclasificable, una música corrupta que arremetía contra sus oídos con notas de espanto, una borrasca de sangre que arremolinaba el tiempo en torno suyo y ejercía sobre ella un poder de atracción dotado de una fuerza inédita, excitante… Por supuesto, venció el mal, el pequeño lucifer sonrío satisfecho y el ensueño se desvaneció como una pompa de jabón, dejándola sola con su absurda corazonada. Aparcó, cogió la carpeta y subió la escalinata de la entrada, la puerta estaba abierta. Eran las siete y veinte minutos de la tarde.
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A eso de las dos y media José Redondo, se removió inquieto sobre las frías baldosas y echó un vistazo hacia la palpable oscuridad que lo rodeaba amenazante y de la que parecían brotar insospechadas fauces de animales sanguinarios, o aceradas zarpas que rasguñaban el tiempo. Comprobó aliviado que su transformación aún no se había producido. Quiso articular una llamada de auxilio pero la voz se le quebró en la garganta. Sus compañeros debían estar a punto de terminar la jornada, dentro de poco se irían a casa y el se quedaría ahí, tirado entre vómitos y cucarachas. Quizás -pensó-, las limpiadoras entraran a buscar alguna cosa al cuarto…, seguro que lo harían, allí había cubos de fregar y escobas y fregonas, trapos y algún producto de limpieza había también… Entrarían, seguro que entrarían y le llevarían a un hospital. De pronto, su pecho se contrajo en un espasmo invencible y, literalmente, dejó de respirar, se desmayó exhalando un violento estertor.
Cuando abrió los ojos de nuevo, trató de encender la luz de su reloj digital. No funcionaba. Su desorientación era total. Poco a poco, fue tomando consciencia de la terrible situación en que se encontraba. Era una pesadilla hecha realidad. Quería despertar en la cama de su apartamento de soltero y reírse de todo. Pugnó por instruir una sonrisa en su rostro y descubrió que podía hacerlo sin problemas. Sonrió y luego río abiertamente, también gritó a pleno pulmón y, absorto como se hallaba en semejante éxtasis de jovialidad, ¡se levantó de un salto! Estaba mejor que nunca: descansado, contento. Se sentía ágil, alígero. Fue a abrir la puerta como levitando y, antes de echar la mano al picaporte, miró a su espalda para ver si había olvidado algo en el suelo. La primera impresión fue brutal. Allí estaba él, tirado como un pelele. Se quedó patidifuso. Se palpó los brazos, el tórax, y notó una consistencia errática en el cuerpo. Lo que sí estaba claro es que podía pensar, podía ver, incluso le llegaba el tenue efluvio acibarado de la bilis. Tenía calor. Lo que estaba experimentando… ¡era imposible! Había leído algo sobre viajes astrales y desdoblamientos, espiritismo, cosas así; nunca había concedido el menor crédito a esas historias y ahora se veía involucrado en una de ellas, la más verídica, tal vez ¡la de su propia muerte!
Se preguntó si habría muerto de verdad, porque sus sensaciones seguían siendo netamente humanas, casi como antes de… ¿su bilocación?, sólo que ahora contaba, además, con una vitalidad insospechada. Inspeccionó su presunto cadáver sin demasiado entusiasmo y constató que su pecho no se movía. Imaginó a dios y al diablo jugándose a los dados su futuro. Él, que siempre había abominado de toda forma de religión, reducido a la condición de alma, o espíritu, un fantasma, un ser fantástico, inexistente. O podía tratarse de una jugarreta de su psique que ensayaba una desesperada prolongación de la vida cuando ya el corazón había dejado de palpitar. Como fuere, su posición era, en ese momento, sumamente delicada... Volvió a mirar su reloj y esta vez sí pudo ver en la oscuridad. Eran ya las seis y veinte. El tiempo había transcurrido muy deprisa. ¿Podría salir a la calle?, ¿pedir ayuda? Caminó hasta la puerta sin que sus pies tocaran el suelo, más bien fluyó, desplazó su no-cuerpo hasta la puerta y observó con horror que su mano se deslizaba y no conseguía aferrar el tirador, su mano resbalaba en el vacío. Sentía como si una cadena invisible le uniera con el despojo que yacía inerte a su lado y notaba el regusto mortal de la ceniza en su garganta. Aguardó entonces, alerta, a que algo ocurriese, algo prodigioso, por supuesto, pero pasaron los minutos, largos como edades, sin que nada se moviese a su alrededor.
Estaba ya medio dormido, cuando, inesperadamente, el muerto abrió los ojos, que seguían muertos, movió una pierna, luego la otra y, con lentitud, procedió a incorporarse arrojando un penetrante y desgarrado gemido.
Su reacción inmediata fue la de huir ante la amenaza cierta del zombi. Recordó que le había sido imposible alejarse de él durante el tiempo que había permanecido inconsciente, no obstante, reiteró su escurridiza determinación y, con gran asombro de su parte, franqueó la puerta del cuarto sin necesidad de abrirla. Traspasó la puerta y voló, voló libre como un pájaro, libre al fin de la funesta bestia en que se había transformado. Ya se dirigía a la salida cuando una fuerza desconocida tiró de él con intensidad suficiente impidiéndole avanzar. Volvió sobre sus ingrávidos pasos a regañadientes hasta el punto en que comenzaba a suavizarse el formidable ímpetu de la atracción.
Recapituló. Un enigma sobrenatural se había hecho cargo de su existencia como si tal cosa. Pintaba muy mal. Si él seguía pensando con el cerebro del zombi... cuando éste muriese, cuando alguna bala le reventase la cabeza, él dejaría de existir... Así que, a fin de cuentas, debía cuidar de que la criatura no fuera destruida... Esa posibilidad lo acongojaba. Anhelaba separarse definitivamente de la momia espeluznante que sojuzgaba su cuerpo físico. El zombi terminaría asaltando a alguien, quién sabe si a sus propios compañeros de trabajo a la mañana siguiente... La idea de planificar un ataque contra Tobías, un ataque en toda regla, no le repugnaba en absoluto... ¡Se iba a enterar el meapilas ese! Ya podía rezar... Pero el resto del personal..., era otro cantar. No podía permitirse el lujo de que alguien resultara dañado de alguna forma en la refriega...
Estaba desvariando, sin embargo, singularmente, el terror indescriptible de la situación no influía aún de manera determinante en su capacidad de raciocinio. Debía, pues, aprovechar esa coyuntura favorable y pensar, pensar en cómo desactivar al muerto, en cómo suicidarse.
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En el ínterin, el gul había conseguido salir del habitáculo y deambulaba por uno de los pasillos como un horrendo autómata. De su entraña brotaban los gemidos incansables y sus ojos reflejaban una malignidad especial, lo nunca visto, una putrefacción de la mirada, un enfermizo catálogo de horrores en cada pupila.
En ese momento, una de las limpiadoras, que había oído algo, encendió la luz en el corredor y lo vio a unos diez metros de donde se encontraba. El monstruo, que estaba de espaldas, se giró al percibir la luz, ella se quedó pasmada mientras la bestia avanzaba trastabillándose hacia su posición, pero pronto se dio la vuelta y echó a correr gritando sobrecogida, con tan mala fortuna que fue a tropezar con unas cajas y cayó al suelo con el tobillo medio fracturado. Siguió arrastrándose hasta que sintió unas manos frías en su piel. En un santiamén, el zombi se le echó encima y le propinó un rabioso mordisco en la garganta. Al poco rato cesaron sus gritos.
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La cosa que había sido carne de su carne se alimentaba y él la veía comer. No había podido hacer nada para salvar a la pobre mujer del asalto asesino y eso lo martirizaba. Creía, por ridículo que pudiera parecer, que el zombi, en última instancia, buscaba su aprobación y, peor todavía, que él se la otorgaba estableciendo el contacto a través de algún nivel inconsciente de comunicación. Era como si, entre bocado y bocado, su cadáver le mirase con cara de no haber roto un plato en su vida y esbozando una sonrisa inocente. Demasiado para su concentración, no obstante, debía concentrarse en impedir que cometiese otro asesinato.
Tomó aliento -es un decir- y trató de alejarse de nuevo de la depravación; tenía que avisar -¡la alarma anti incendios!-, que evitar que nadie más bajase al sótano, aunque su cuerpo muerto también podía subir las escaleras e irrumpir en la oficina, donde seguramente habría otras personas encargándose de la limpieza. Subió a la planta baja y luego al primer piso. El tirón gravitatorio del zombi se incrementó sin llegar al límite. Entonces vio a una chica joven con una bata y una fregona en la mano. Parecía haber oído algo, por su expresión, y se dirigía a las escaleras con precaución y temor. Mientras comía, la bestia había interrumpido sus gemidos y el silencio era completo.
Se dispuso a hacer algo y, astralmente, se desplazó hasta colocarse justo encima de la chica que ya estaba en el recibidor y había tomado el camino del archivo. Probó a cogerla del pelo, a gritar... No resultó; por el contrario, sus movimientos concitaron la atención de su animado despojo y estimularon su zancada contrahecha. Sin saber cómo, había atraído al zombi, lo había convocado, invitado a un nuevo festín. Estaba a punto de presentarle a su próxima víctima. La muchacha bajaba las escaleras empuñando la fregona a modo de pica improvisada, acababa de escuchar una especie de quejido.
- María... ¿eres tú? -acertó a exclamar y, al no recibir respuesta, continuó descendiendo-.
Entretanto, el ser había capturado una cucaracha que se hallaba en el ángulo oscuro de la escalera y se preparaba para hincarle el diente cuando el ruido de pisadas lo puso en guardia. De pronto, la pierna de la chica apareció frente a sus ojos demenciales entre las rejas de la barandilla, la agarró con fuerza con la mano tiró de ella y estiró el cuello descargando una descomunal dentellada de tiburón blanco que se llevó un buen pedazo de carne de la pantorrilla. La pobre muchacha improvisó un alarido, trató de zafarse de la garra que la sujetaba y, en vano, empezó a golpear al zombi con el palo de la fregona de forma histérica; al recibir el segundo mordisco entró en estado de shock y, afortunadamente para ella, perdió el conocimiento.
¡Qué espectáculo dantesco! Aunque... Por cierto que la chica había sido muy torpe, había actuado con chulería y se había llevado su merecido, bueno, se lo estaba llevando. No pudo reprimir una sonrisa en su holográfico rostro y sólo entonces cayó en la cuenta de que no estaba siendo justo en absoluto con la víctima. De que su cadáver estaba asesinando a otra persona y de que él era, en algún sentido diabólico, responsable de toda esa brutalidad, una vez consumada la división entre cuerpo y alma, la sagrada división, la bifurcación completa de su periplo vital... Cayó en la cuenta, desanimado, de que su delirio empeoraba con gran rapidez.
Por una vez, echaba de menos a dios, ¿dónde estaba, ahora que lo necesitaban, ahora que él estaba dispuesto a creer?... ¿Dónde los flamígeros dardos, dónde la luz...? La luz. Se hallaba en una suerte de limbo. Una nube negra sustituía los techos, sustituía al cielo, imperaba allí una oscuridad total. Se elevó, asomó la cabeza durante un rato para echar un vistazo al opaco espesor y divisó una lucecita a lo lejos, muy lejos de su posición, una lucecita encaramada, oscilante. Oyó algo. Aguzó el oído y tradujo instantáneamente el sonido a su propia voz: ¿Qué ves? Las palabras retumbaron en su espíritu y comprendió. ¡Era la voz de su atacante!, del zombi primordial. Se sintió trastornado. Descendió de nuevo al nivel humano, al sucio nivel en el que se desarrollaban los acontecimientos de la realidad, y dejó de escuchar la voz horripilante martilleando sus sienes.
El repugnante gul, que cada vez le proporcionaba una imagen más nefanda de sí mismo, ya se había comido toda la pierna de la desventurada niña, que apenas había dejado atrás la adolescencia y ahora yacía sin vida contorsionada sobre los peldaños.
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El capitán Garrido, jefe de uno de los grupos de operaciones especiales del servicio de información de la policía, se removió inquieto en su asiento, dentro de la furgoneta camuflada aparcada frente a un edificio abandonado de la avenida. La radio emitió una aguda señal. Era el helicóptero.
- Señor, el objetivo está localizado en la terraza. Esperamos instrucciones para actuar.
Antes de contestar, Garrido miró al agente especial de la inteligencia militar -un comandante- que dirigía el operativo, quien sacó la mano derecha del bolsillo con el pulgar hacia abajo, como un Calígula de baratillo.
- Adelante, acaben cuanto antes con él. Quiero una ejecución limpia, ya sabe. Un solo disparo, a la cabeza.
- Recibido.
Garrido había asistido a todo tipo de desastres en su dilatada carrera al frente de la unidad, pero esto se salía de lo corriente, de lo cabal. Había tenido que vérselas con asesinos múltiples drogados hasta las cejas, con endemoniados, con sicarios entrenados para matar... En fin, con seres humanos enajenados. Pero esto... En este caso su experiencia no valía de nada. Por lo que sabía, ¡estaban dando caza a un zombi auténtico!
Volvió a sonar la radio.
- Misión completada con éxito, señor. El objetivo no se mueve. Nos retiramos a la base. Pueden entrar.
Entonces el militar esbozó una sonrisa y a Garrido le entraron unas ganas tremendas de salir corriendo de allí.
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Por fin, el alma de José Redondo había visto la luz, ¡pero qué luz!, amenazante, con voz propia, una luz de las tinieblas... Dado el hecho teológico, incuestionable y preternatural de su existencia más allá de la muerte, a cada instante esperaba encontrarse con la espada incandescente de un arcángel vengador o el figurado tridente de un demonio familiar, pero nada de eso había sucedido, tan sólo había sido capaz de reconocer a su verdugo -otra alma, como la suya, encadenada al tiempo, nada más, ni un fantasma más- y debía volver a hablar con él para tratar de comprender.
Ascendió de nuevo y se asomó al abismo, que le devolvió su oscuridad frontal. En vano aguzó la vista para identificar la luz. Desesperado, retornó al escenario de sus iniquidades. El zombi, saciado o lo que fuera, había abandonado el cuerpo de la chica y subía las escaleras como un pato mareado, con la cara hecha una máscara de sangre, una imagen grotesca y a la vez mortalmente angustiosa, mientras que él estaba allí mismo colgado de la altura dos metros por encima del suelo como un cura poseído esperando el benéfico exorcismo de la realidad.
Entonces, una voz taladró sus oídos. Una voz de mujer que venía de la entrada y poseía un timbre melodioso apenas acerado por la incertidumbre, o el miedo.
- Por favor... ¿Hay alguien aquí?
Oyó los pasos que titubeaban y avanzaban después y se desplazó velozmente hasta el lugar. Observó a la mujer con el sobre en la mano; su rostro le sonaba de algo, como si la conociese, pero no trabajaba allí, de eso estaba seguro. Iba muy bien arreglada, con unos zapatos elegantes de tacón bajo y un traje de lino color crema, de pantalones anchos, que contrastaba agradablemente con el azabache del cabello que descansaba sobre sus rectos hombros. Tras la sorpresa inicial, hizo memoria, ¡era la enfermera del hospital!, y lo que llevaba era la carpeta que él había extraviado cuando acudió a la consulta por la mañana y que luego había echado en falta en la oficina. Pero, ¡cómo se le ocurría hacer algo así! Era... Rosa, la enfermera amable que le había atendido aquella mañana. Probó a mirarla con otros ojos y descubrió cierta maldad antigua que coronaba su esbelta figura, cierta virtud inoperante ensortijada en su pelo... Se obligó a poner fin a la parodia. Esta reciente función maquiavélica suya, esta opción de denigrar que ahora elegía inconscientemente, le tenía perplejo. Tal vez reflejase en los demás la opinión, digamos, negativa que ahora tenía de sí, o, tal vez, esa insana inclinación fuera preámbulo de una mutación más profunda de su ya corrosivo carácter...
Su mente, la mente del zombi, la que debía ser destruida en aras de la paz universal, funcionaba con algunaque otra dificultad, o eso le parecía a él. Aún así, pronto logró hacerse una composición de lugar y dedujo que Rosa tenía los minutos contados si persistía en su interés por meterse en dificultades con semejante entusiasmo. ¡Si pudiera obrar!, hacer algo con repercusión en el mundo material....
Pero el Hado estaba de parte de la bella. La liviandad de una cancioncilla pop reventó el silencio del vestíbulo, Rosa sacó el teléfono de su bolso, contestó y salió corriendo hacia la calle.
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Garrido suspiró descontento. Hasta las narices del yankee. Las órdenes habían sido concluyentes, el insufrible soldadito de plomo estaba al mando. Al menos le habían comentado los detalles de la misión. Se trataba de desactivar a un individuo contagiado de un virus poco común que provocaba una especie de estado catatónico, próximo a la muerte, y posteriormente una resurrección del infectado en forma de loco furioso proclive al canibalismo. Top secret. Vamos, que el bichito convertía a la gente en zombis, lo mismo que en las pelis que tanto le divertían (y tanto desagradaban a su mujer).
Pero el trabajo policial era suyo. Y había avanzado mucho. Con el objetivo principal neutralizado, había mandado patrullas a todos los hospitales de la ciudad en busca de personas con mordeduras o claros síntomas de súbita enajenación mental; cualquier caso raro que se hubiera presentado en las últimas horas debía ser investigado. La pesquisa resultó difícil y cuando ya estaba a punto de darse por vencido, por fin unos policías de su unidad le informaron de que habían hallado un candidato bastante plausible a muerto viviente en el registro de un pequeño ambulatorio. Ahora estaban intentando ponerse en contacto con la enfermera que había atendido a un tal José Redondo, funcionario de Hacienda que, según la ficha médica a la que habían tenido acceso, por la mañana lucía una espectacular e inusual dentellada en el hombro izquierdo y además parecía estar muy desnortado.... Lo tenían en el bote.
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Dentro de la Delegación de Hacienda las cosas no podían ir peor. Un alma esquizofrénica -un espíritu encadenado al aire, un pensamiento sin ningún poder-, enfrentada a su demonio corporal. Una guerra con tres muertos, dos de ellos inocentes, uno todavía en movimiento.
Cuando vio salir despavorida a Rosa, respiró aliviado. Se desplazó hasta el sótano y observó al gul subiendo la escalera torpemente, rezumando sangre fresca de su boca de Joker. La vertiente prodigiosa del suceso lo tenía en ascuas, superaba su capacidad de reacción. Se encontraba sin argumentos, desnudo ante una realidad exótica. La única certeza que contemplaba era la de su defunción incontestable. Eso no tenía vuelta de hoja. Los zombis no se curan, no mejoran de su enfermedad... Pero, ¿cuánto más duraría su consciencia?, ¿sólo hasta la muerte del monstruo? Aun sin aspirar a la eternidad, la perspectiva de un deceso mental inminente le desasosegaba un rato.
Trató de despejar su mente de cavilaciones para centrarse en su ruinosa situación, su lamentable peripecia. Alguien debía de haber avisado a Rosa del peligro en que se encontraba. La policía. En breve entrarían en el edificio y se encargarían de la bestia. Todo acabaría. Pensó en ello y le pareció bien quitarse de en medio de una jodida vez.
Por lo demás, ninguna actividad paranormal había vuelto a incomodarle desde que tuviera la visión de la luz tenebrosa que le hablaba... ¿Qué ves? ¿A qué se refería con esa pregunta su verdugo? Porque él veía a la perfección, y muy a su pesar veía los dos cadáveres que enrarecían dramáticamente el paisaje familiar de su lugar de trabajo. ¿Qué insinuaba ese demente malnacido? ¿Se trataba tan sólo de una broma macabra de su asesino?
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- Tenemos rodeado el edificio, señor, hemos establecido un perímetro de seguridad y estamos preparados para actuar.
- Bien, reúna a los hombres -ordenó Garrido y se acercó al cabeza cuadrada con gesto pretendidamente apaciguador-.
El militar guardó el móvil por el que había estado hablando y se dirigió al capitán.
- Garrido, escuche, tenemos que actuar de inmediato. Según nuestros cálculos, tiene que haberse despertado ya. Las limpiadoras no cogen el teléfono, así que puede que hayan sido atacadas. De todos modos, tampoco estamos seguros al cien por cien de que Redondo continúe en las oficinas. Debemos proceder con cautela y firmeza. Hay que freírle los huevos aunque sea a traición y por la espalda, ¿me entiende? -le espetó con cara de pocos amigos-.
- Bien, tenemos un plano del edificio en el portátil y hemos imprimido copias. Daremos una batida y acabaremos con ese mal bicho, esto es pan comido para mis chicos, no se preocupe -le respondió el capitán conteniendo la furia: el chico listo estaba dándoselas de tipo duro con él, lo que no le impresionaba, pero le causaba un leve disgusto-.
- Nadie está suficientemente preparado para una cosa así, capitán. Nadie -remachó el comandante estirando su mandíbula de cadete de West Point-. Ténganlo en cuenta usted y sus hombres.
- Lo que usted diga -zanjó Garrido cortante, sin mirarle a la cara-.
En total, el grupo estaba formado por doce agentes, de los cuales cuatro eran tiradores de élite. Garrido tomó la palabra, aparentando estar visiblemente molesto por la conversación, mucho más de lo que en realidad estaba:
- De acuerdo. Vamos a entrar. Los especialistas irán por delante, como siempre. No sabemos lo que nos vamos a encontrar ahí. Tal vez el personal de limpieza se haya escondido en algún despacho. En cualquier caso, cerciórense antes de disparar. No quiero errores. Y recuerden, las balas a la cabeza. ¿Alguna pregunta?
El silencio se extendió de pronto como un velo siniestro sobre la reducida asamblea, apenas algún triste chasquido metálico surgido de las armas que aguardaban su turno con inanimado estoicismo turbaba la placidez de la escena. Siempre ocurría lo mismo antes de entrar en acción.
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La mente de José Redondo se había desperezado y maquinaba a varios terabytes por segundo. Se asomó a una ventana y vio una serie de furgonetas con pinta de unidades móviles de televisión aparcadas enfrente del edificio, más allá, un par de coches patrulla de la policía nacional custodiaban la entrada. Un despliegue aparatoso y muy profesional. Se notaba que se lo tomaban en serio, lo que, en principio, era bueno..., lo que era... ¿bueno para él...?
El salvaje trauma que llevaba ya horas experimentando comenzaba a pasarle dolorosa y fatídica factura. La losa negra que pendía sobre su cabeza virtual en todas direcciones había descendido algo situándose a poco más de dos metros del suelo. Por extraño que pudiera parecer, podía moverse a su antojo por los pasillos, bajar al sótano o subir al piso de arriba, la nube oscura lo acompañaba. La tentación de echar un nuevo vistazo era demasiado potente como para dejarla atrás. Ascendió con esa intención, penetrando en la turbiedad, y su mirada se topó con el paisaje desolado que ya conocía. Decidió permanecer allí un rato, alerta ante cualquier novedad que pudiera presentarse cuando, por sorpresa, una brutal intuición se apoderó de su raquítica voluntad. ¡Podía poner fin a su inenarrable pesadilla! -una idea de lo más atractiva, recordando la abominación que lo había suplantado-. Desbordado por un ánimo emergente de audaz explorador, tomó impulso y se introdujo de lleno en el inverso abismo. El tiempo se convirtió en un volumen indefinido que se le escabullía de las manos. En un momento dado, sintió como un chasquido, un corte, un desajuste, y se vio libre, por un instante fue consciente de su resplandor. Notó un mareo y tuvo un flash: toda una vida en un nanosegundo infinito, con todos los olores y los besos, los paisajes y los golpes de una vida, todos, sin ninguna salvedad; familia, mujeres, amigos, enemigos,... los vicios, los placeres y el dolor, todo al milímetro, al detalle, con precisión de foto-finish. Volvió en sí y supo que iba a morir, que nada extraordinario y nada milagroso le había sucedido, que así de retorcida era la muerte.
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Tobías miró el vetusto reloj de pared de su despacho, apagó el puro que se había estado fumando con gran deleite, contraviniendo a modo la legislación vigente, apagó la radio, se quitó los auriculares, se levantó -no sin esfuerzo- de su vetusto sillón ejecutivo, cerró la ventana por donde había estado filtrándose el maravilloso aire de la primavera, se puso la chaqueta, cogió su viejo maletín de cuero y se aproximó a la puerta. Casi nunca iba a la oficina por la tarde, pero el maldito informe de expropiaciones que el inútil de Redondo no había entregado a tiempo le había obligado a hacer una excepción. Por cierto que no iba a quedar impune ese degenerado... Un grito ahogado le sacó de sus vindicativas meditaciones. Abrió la puerta con prevención, salió y vio a un hombre parado en mitad del pasillo, reconoció el traje, pese a que estaba sucio y hecho un desastre. El hombre aulló.
- Redondo... pero...¿es usted!...
No había terminado de pronunciar esas palabras cuando por el otro extremo del corredor apareció un batallón de policías apuntando con sus armas hacia él. A todo esto, el hombre se había girado demostrando a las claras que no era José Redondo, o que ya no era José Redondo, y que ni siquiera era un ser humano. Tobías se quedó petrificado. Definitivamente, no se esperaba esa irrupción a lo Canción Triste de Hill Street, aquella serie de los ochenta que tanto le entretenía. Los policías gritaban:
- ¡Señor, échese al suelo, al suelo!
Pero no pudo moverse. Unas garras lo sujetaron con fuerza por la espalda. Escuchó una detonación ensordecedora y cerró los ojos. Tuvo un flash.
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APÉNDICE:
EXTRACTOS DEL BORRADOR DEL INFORME DEL COMANDANTE "X" DE LA II DIVISIÓN DE INTELIGENCIA DEL EJÉRCITO DE TIERRA.
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BROTE DE CLASE UNO. URBANA.
NÚMERO TOTAL DE VÍCTIMAS, INCLUYENDO A LOS INFECTADOS: 5.
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Por primera vez, tengo que quejarme. Garrido no me puso las cosas fáciles. Constantemente pedía explicaciones (Nota de trabajo: Investigar).
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De nuevo ha sido un brote leve, un incidente doméstico. Es posible que el primer infectado llegara en tren o en autobús (todavía no se ha confirmado ese extremo, así como su identidad), fuera empeorando progresivamente y despertase de noche atacando a la primera persona que se le pusiese a tiro para luego ocultarse en el edificio abandonado.
El caso del segundo infectado resulta más interesante (de la reconstrucción de los hechos se infiere que una vez mordido pudo repeler a su asaltante y entrar en su casa), ya que su actuación provocó tres víctimas mortales, una de ellas su jefe en la Delegación de Hacienda donde trabajaba. De hecho, según las informaciones recabadas, Redondo tuvo esa mañana un ligero altercado con Tobías, quien le habría reprochado su impuntualidad (investigar posible relación, ya que el zombi, Redondo, fue abatido justo al lado del despacho de Tobías, ¿casualidad?).
Las dos mujeres, ambas colombianas, que efectuaban labores de limpieza en las oficinas fueron incineradas según las instrucciones recibidas, una vez examinadas por los forenses de la División desplazados al efecto.
(... Tuvo que ser horrible. En el sótano había sangre por todas partes. Redondo se ensañó con ellas. Su jefe, Tobías, corrió mejor suerte, ni siquiera fue mordido, murió de un disparo en la cabeza).
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La muerte de Tobías pudo haberse evitado. Garrido había ordenado abrir fuego demasiado pronto (no incluir esta nota en el informe).
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Se han aplicado los protocolos de asistencia a las familias de los implicados fallecidos por parte de los expertos de la inteligencia civil (sin incidencias reseñables al respecto).
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Una vez identificado el individuo origen del brote, rastrearemos la huella del virus siguiendo los procedimientos habituales hasta cerrar el caso.
NOTA FUERA DE LÍNEA.
Cada vez es más complicado mantener los episodios en secreto. La frecuencia se está disparando en los últimos meses. Pronto podemos encontrarnos con brotes más graves (Clase 2). Los contactos con otros servicios secretos nos hablan de una generalización de los incidentes en otros lugares del mundo, singularmente Asia Central (de China hay pocos datos, aunque sabemos que las autoridades estudian el fenómeno) y África Subsahariana, también en el centro y sur de América, especialmente en Brasil. En Europa y Norteamérica, al menos hay medios suficientes para hacer frente a los brotes de clase uno (lo que no excluye los aumentos presupuestarios precisos). Urge una mayor colaboración de nuestras policías al efecto (también de nuestros investigadores médicos).
Sería deseable un incremento de la seguridad. Si contásemos con nuestros propios equipos de neutralización y control de las comunicaciones, sólo tendríamos que pedir ayuda a los geos en ocasiones verdaderamente excepcionales, con lo que evitaríamos la dispersión informativa (y al Garrido de turno y sus preguntas indiscretas).
FIN
Esteban Granado
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