Como un
ladrón a cara descubierta,
irrumpe
el mal en la sonrisa de cualquier niño herido,
un
sacramento inverso y despiadado;
es la
confirmación de la entereza humana,
la
parsimonia que frecuenta el dolor.
El
proyecto cobra sentido: un soldado pugna en la mirada,
un
extraño que simpatiza con el odio,
liberado
de conciencia, ajeno al fulgor de la cultura.
La vida
es cuestión de impacto. Sobrevienen
los
cambios a pedradas y mordiscos. Se expresan con fuego
y dejan
huella en los párpados. El mal se agrega científicamente,
no
tiene que ver con seres fantásticos
ni expulsa
el azufre en vaharadas.
Pocos
niños desconocen el alcance terrible
de un
golpe donde más duele, de una mentira cobarde.
¡Con
qué presteza se desvanecen las buenas intenciones, pétalos de infancia!
Con qué
rotundidad entreabrimos las puertas del infierno
a
nuestros vástagos.
Sonreímos
al cielo y dejamos que ocurran accidentes.
Existen
naciones fascinadas por el brillo
tenebroso
de la tortura, pueblos replegados sobre sí mismos,
asesinos
inteligentes y capaces envueltos en banderas,
portadores
de antorchas licenciados en múltiples sinrazones.
¡Ah,
desconfiad de quienes se lleven la mano al corazón al escuchar el himno!
Son
farsantes.
No
penséis en el demonio. No creáis. No es dios
quien
os obliga, ni os dirige su poder a través de la oscuridad.
Miraos
en el espejo y buscad allí
al niño
que se fue.