sábado, 12 de enero de 2019

pequeño gran hombre


Vamos hacia lo desconocido, abrimos el libro y en la página
número uno (par)
hallamos un sepulcro blanqueado, una sublimación emergente. Emergencia y turbación. Alardeamos
del poder de la escritura, somos artistas encumbrados, simios con lápiz y papel.

En la ventana, ese cuadro perfecto, una muchacha
atina, dispone de unos minutos perfectos y no los aprovecha, pierde el tiempo
sobre una mañana sin escapatoria. El Sol difunde un espectáculo c(l)arísimo,
origen como fuera; a su orilla, el césped, la nutrición de las ensaladeras, el victimismo y el trabajo ímprobo
despachado en los astilleros de la lengua.

Algo como un espionaje en diferido, el ojo de la cerradura
puesto a tiro de nuestra polifacética actitud, nuestra actividad exorbitante.

El obrero tiene un objetivo soviético, apuesta por un embalaje georgiano para su tradicionalismo;
ha confeccionado un apurado motivo estético
y lo ha llamado poema con tal desfachatez.

Pero los sabios –que son como ángeles opuestos– no nos lo perdonan, abanderan un coro de estropajosas voces
discordantes, abominan del arte y sus menudencias; tienen un concepto
inexacto de la ruina moral, tienen su palco en la ópera, su butaca de patio para el teatro
burgués de las grandes firmas transliterarias; conocen la obra torrencial
del Ogro.

Lo desconocido se desvanece en la maraña de observaciones (tan rígidas). Todo es como si des–, un despropósito.
Mientras la montaña clama al cielo, subimos a la montaña con el alma en un puño
levantado, pero nuestra voz ya no nos pertenece, tiene una etiqueta y un precio,
justo el precio que no es, ese que vale tanto como el mar que despreciamos.



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