relatos, apuntes literarios...

domingo, 9 de mayo de 2010

habladurías sobre el perro de Lovecraft

Dicen que Lovecraft tenía un perro, pero no un perro cualquiera,
sino un cancerbero del infierno, un perro de los Baskerville,
un doberman de la Gestapo, lobo con piel de cordero del señor,
sereno Akela convertido en océano de fauces,
un perro pestilente que reía con hábito de hiena compasiva
y trotaba amenazante por las aceras desprovistas de bullicio,
negro como el carbón abandonado.

Y cuentan que en el transcurso de ciertas noches olvidadas,
cuando la luna llena redoblaba su campana de espanto,
la bestia de los Lovecraft aullaba mitológica,
desafiando a Dios con un millón de siglos en la lengua,
y que dictaba su Halloween terrible respetando la pausa de la muerte...
...

Recuerdo que el psiquiatra me recomendó un animal de compañía,
pero yo los detesto, a los perros, tal vez por su naturalidad,
o por su vida insultante, o por su higiene perruna y esforzada,
apenas me enternecen de cachorros, con las mandíbulas a medio hacer,
incapaces de obrar la mordedura, el mordisco famélico,
felices de nadar en la inconsciencia,
antes de que el taimado instinto gobierne sus acciones.
...

Soñé que conducía el cadillac del Big Bopper cargado de anfetaminas
por una carretera recta como el horizonte.
Que me comía seis bustakas de golpe sin soltar el volante
-a los que saludaba mi estómago con un eructo triste-
y que la cerveza era como una chica rubia susurrándome al oído.

No salían perros en el sueño. Salía Gombrowicz, que estaba contra mí
aunque no tenía perro, al menos a la vista. Tenía un Ferdydurke
que blandía con saña y un Filifor forrado de naranjas,
y se comía peras de conferencia, uvas de albillo y ciruelas claudias
sin apearse de su culta aristocracia: un pesimista.
...

Lovecraft soñaba que tenía un perro, pero no un perro cualquiera,
el suyo era un engendro de la fungosidad y escalaba montañas de locura
con las patas colgando del hocico purulento, una abominación;
por eso sus pasajes observaban la brutal grosería de la fauna
pasada por el filtro glacial de la quimera,
que los enfurecía con su caótico efecto,
y sus escalofríos oscilaban entre el pánico y la desesperación
que sólo entran en liza de la mano del hambre
(seguramente, el viejo H. P. odiaba a los perros, esas inmundas criaturas proteicas
que siempre están metiendo las narices donde no les llaman, olisqueando:
sabuesos o asesinos que atacan a los niños en el parque;
lo nuestro son las entidades incógnitas -se tranquilizaría-,
no la obviedad del miembro devorado).
...

Creo que Gombrowicz no tenía perro,
apostaría algo bueno a que no tenía perro;
no habla de perros en su extenso diario, al menos que recuerde,
habla, eso sí, de poetas, de poetas y polacos, o de polacos poetas,
como él mismo, que lo era por exceso de función en la escritura
-¿quién no lo es, ahora o nunca!- o tal vez por amor al disparate.
¡Habla de mí!, y me pone a bajar de un himalaya ridículo,
me obliga a comportarme para elevar su rango
-la jerarquía que rasguña el pudor del firmamento con los dedos ecuánimes-
y de paso me entierra bajo un filón de olvido,
me desvanece en ávidos cometas lanzados hacia el fuego a tumba abierta,
evapora el candor de mis razones y enaltece las suyas hasta el paroxismo
-asaz brutal- de la filosofía,
igual que un maestro zen, me atiza con un palo de dos metros
y se parte de risa con la sangre que brota demacrada de mis sienes:
¡eso no lo harían otros tipos más elegantes!, Lovecraft incluido (y su perro).
...

El cadillac brotaba del asfalto, con sus faros enormes,
tosiendo un pus aéreo que calmaba a los pájaros azules;
la chica era de pega, un holograma anime de piernas interestatales,
cabellos color lágrima y labios rociados de neón.
También falso, el cielo tonteaba con la hondura fluvial del precipicio,
su luz era una farsa convincente, una cárcel secreta de la CIA
donde algunas estrellas ostentaban el título de poeta laureado
y otras se despeñaban de su nombre de estatua.

Las barras de los bares dolían en el hígado
y yo bebía un poco en cada una de ellas,
y cada trago era un poco más amargo, más arduo,
era como beberse el agua del arroyo, retozar en el fango,
cargar de estiércol el remolque armado de un tridente demoníaco.
Beber era vivir, y el speed, simplemente, un estilo de vida.

A mi lado, Lovecraft jugueteaba con el chucho de raza peligrosa,
le metía las manos en la boca rozando los colmillos emergentes
y palmeaba con afecto su pescuezo halterofílico;
mientras, Witold sacudía pelos utópicos de su traje impecable
e imaginaba un libro compulsivo al neumático ritmo de la música
que dilataba el tiempo en nuestros tímpanos:
¡si apenas me molía el espinazo con un Filifor forrado de manteca!,
ni ofrecía suculentas peonadas por mi captura a sus remotos jornaleros;
estaba por estar, confeccionando su poesía drástica,
siempre a la altura de su melancolía.
...

Por fin, comparecieron Ford y Carver, escoltados por Wolf,
Pynchon, tras una cortina de paraguas abiertos, y hasta un Roth auténtico,
haciendo las delicias de mi respetable subconsciente
(huyó el pequeño Salinger campo a través y fue perseguido por la jauría desatada,
que rastreó sus huellas hasta el portal anónimo del éter).

Lo que se dice un sueño de renombre,
constelación aguda y elenco incomparable -¡oh, círculo de lectores!-,
el drama niquelado, el síntoma, el epicentro de la fantasía,
la lectura que ofende y recupera el conocimiento entre algodones
...

En una sucesión de bocadillos, se masca la tragedia:
los perros no son buenos consejeros
para un loco que escribe en el extremo de la furia,
ni siquiera para un zombi destructor de vehículos robados.

El cadillac del Big Bopper frena con orgullo en medio de la nada
emitiendo un quejido autobrillante, Lovecraft anuncia el fin
y Ferdydurke echa a andar con su lucha de clases a la espalda.
...

Dicen que Poe tenía un gato negro...

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