que ominosas se ciernen sobre el tamaño gris de la ciudad;
noches en que las estrellas son flashes en la mente podrida de los yonquis,
los chavales aprovechan para cometer sus primeros delitos
y nadie tiene la suerte de llevarse diez mil euros en una partida de póquer.
En la ciudad, hay noches de penumbra travestida y formidable espíritu de revancha
en que levitan las hojas de los árboles y los caminos conducen al destierro.
Arrancan y derrapan los vehículos policiales, las ambulancias, los taxis,
todo se funde en un motor gigante, incluidos los pájaros,
incluidos los cuerpos ligeros de equipaje
que abandonan la calma para descansar a voces,
incluidas las almas que arrastran su joroba de oraciones y salmos
por el suelo tiznado de alquitrán.
Todo avanza con el tiempo y el tiempo es como un jugador de rugby
que atropella las ganas de vivir.
El chico suelta el destornillador con expresión de pánico en el rostro
al verse sorprendido por el terso charol de la linterna mágica;
los agentes del orden vociferan consignas infernales,
él acaricia su condición de paria, se admira de soslayo
y mira de reojo el subfusil que apunta a su cabeza:
digamos que sucumbe,
digamos que fracasa a eso de las tres de la mañana.
Peligrosa, la noche se adentra en el coraje de los fuertes
destrozando manteles y bebiéndose el viento por los barrios callados,
vuela con intratable mecanismo de altura, a ras de agua,
y concibe un fantasma para cada sombra.
De noche, en la ciudad, las sirenas investigan la apnea del sueño
y las reyertas nunca son multitudinarias.