I
En la teletienda de la navidad,
un millón de enanos fabrica barbas blancas.
En el centro comercial,
el hombre del centro comercial se siente como en casa.
Se reconoce en el jersey ceñido del tipo que hace cola junto a él,
y en su compra.
Es el hospitalario colorido, las marcas y sus precios,
el mundo en oferta.
El hombre del centro comercial
se desplaza en un vehículo tremebundo
-ese tremendo bólido de sus entretelas-,
sin pisar las calles ateridas donde se muere el aliento
y aúllan los perros su malestar congénito.
Compra con seriedad, serio como una apoplejía,
desafiante,
pero se da el gusto de comprar alguna bagatela para el coche.
Se administra admirablemente,
que a él no se la dan,
que tiene su cultura.
Fuera, comienza a nevar.
II
El hombre del centro comercial
no vota en las elecciones generales
(que sabe de política).
Acude al prestamista para adquirir una tanqueta posmoderna
desde la que combatir a sus semejantes.
Prefiere Ikea porque no le importa infravalorar su fuerza de trabajo
(es un dumping social de sí mismo)
y desconoce el significado de la palabra empatía;
todo sea por el airbag intravenoso,
el GPS de Pulgarcito.
Un día aciago,
no compró.
Paseaba en chancletas por las galerías
como un velocirráptor jubilado,
escupiendo pobreza.