azota los tejados de las casas procurando dañar las antenas de televisión
(las arterias en general).
La carismática corriente de aire que juguetea con las ciudades
y recobra la sensatez en el espacio abierto.
Ese viento maléfico da en la cara de la bestia.
El viento achucha al animal sediento de sangre,
adorna su rugido tremebundo,
y ambas ferocidades hacen causa común contra el ambiente.
El ambiente es veloz.
Hay velocidad en el ambiente; hay frescor, soledad, y varias zarpas
(pues... ¡quién va a salir de casa con este huracanado!).
Era en Inglaterra donde los médicos recetaban baños de viento a los pobres enfermos,
que se iban por los acantilados y morían pronto de cualquier extravagancia.
Fundamentalmente, este viento despeina
(no a la bestia).
Despeina tanto que despeina el pensamiento,
que ya parece feo y malpensado.
Y qué trance por las esquinas, qué destape natural, erizado, y qué espinoso.
Cuántos coches y el tren, pero el viento compite,
llega primero al árbol.
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