Rueda por el piso. Una muchacha prueba
a acariciarlo con los ojos, se agacha.
Es un poquito así que se le ha caído
del bolso a una señora guapa
(que pasaba a su aire) haciendo
realidad las fantasías de la media luna del escaparate,
el sueño ético de los sospechosos
habituales.
A la chica le gusta, lo mira con
aprobación (arrobo) y se muestra encantadora mirando,
en el momento de posar sus ojos lindos
sobre el trocito minúsculo
que yace y apenas sí respira
contrayendo qué músculos del cuello (pudiera ser),
qué cuerdas insensibles a todo pronóstico.
Contra todo pronóstico, rueda por el
piso y no encuentra barrera ni escalera
ni oficio de pared que lo detenga. Alcanza
alguna meta precisa,
logra superar un racimo de nubes
bajas, pero bajas de verdad, a ras de unos dos metros
y medio bajo el suelo: donde no puede
ser.
Oh, pero ¿y si saltara? Salta y
retorna a la superficie con ganas de correr un ciclo,
se moviliza como un espectro colosal,
no se neutraliza, no es neutral, es tan político
que se vota en secreto y se revuelve
acusado de corrupción, tan mediático que consigue
la reelección con unas pocas falsedades
de trapo.
Se fuma un cigarrillo siendo tan
pequeño que el humo no le pertenece
y es propiedad de otro espacio más
prosaico y coloquial, menos estricto con sus ganas
de morir. Pierde el rumbo tras una
invocación a la cerveza,
pero no está borracho cuando acaba por
recordar sus canciones de inclusa.
Bien. Es huérfano. No conoce la
complicidad infinita de la sangre, se las apaña
con un a-de-ene en solitario, su
cromosoma infeliz. Acostumbrado al patio de paseo,
la cárcel, el hospicio, el paseo
escuchando la música preferida del gabinete. Aunque ahora
lleve sus cascos modélicos y rompa con
el eco de los muertos vivientes y las voces
tristes, tan dulces y carismáticas de
las mejores almas del planeta.
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