La
vida es así de seria. Reírse no tiene gracia. A veces alguien muere porque la
vida
es
tan seria como una mañana al sol, un bandazo, una estocada.
Los
hombres viajan para verse desde otra perspectiva, pero siempre se topan
con
la misma efímera impresión, el mismo cuadro incontestable.
Una
mañana al sol es ideal para decir adiós en la distancia, despedirse con estilo.
Los
días húmedos son para vivir al abrigo, bajo techo, arropados al calor del hogar
del prójimo,
hartos
de vecindad medrosa y cálida. La nieve excita los sentidos, ¡es tan propicia
a la
esperanza! La lluvia significa un velo que hay que descorrer. Pero un día azul,
templado
y vigilante no tiene nada que ofrecer más que su espacio. Y su final.
Dicen
que la muerte es rápida como una flor, cuando se corta la flor. La flor que
yace
en el
suelo, pisoteada y rígida, incrustada entre las páginas de un libro sagrado.
También
las rosas necesitan más luz para morir.
Oh,
adiós a las muchachas que bizquean la blancura de sus blusas nuevas,
gacelas
embebidas de virtud. Adiós a las colinas prietas de su hierba dócil,
los
caminos que se estampan contra la terquedad del bosque.
Otro
día amanecerá para no ver el sol; no habrá un mañana ni será constante el
viento,
ni el
mar conseguirá su pasaporte al cielo encanecido. Los pájaros vendrán a
sucederse iguales,
tristes
como su anhelo de escapar al abrazo de la luna. El aire tendrá otra
consecuencia
y el
deseo excavará su tumba con las manos ardientes.
Digamos
que la vida se contrae como una enfermedad hereditaria;
es
preciso avenirse al pudor del olvido,
cuando
el olvido ha sepultado en la memoria los años felices que nunca existieron,
exiliarse
en el último andén del pensamiento, sin disculpas ni palabras mágicas,
sentirse
solo en la tierra. Solo como un ciprés enojado de sí.
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