relatos, apuntes literarios...

lunes, 14 de abril de 2014

Azealia y el descrédito del arte


Azealia discutía un verso. Así con la potencia de su nombre, la indumentaria de su nombre,
el código. Discutía el verso con los filólogos empedernidos, el verso -qué verso-, con los expertos
capaces de la hermenéutica y la concreción. El verso que no era de amor tal vez, pero que siempre era
un verso enamorado. Era un verso de amor de varias sílabas con acentos y licencias que se tomaba
siempre sin pedir permiso. Las sílabas tenían su razón en aquel rap de la calle que sonaba despacio.
El acento brillaba durante una momentánea eternidad como una supernova desmedida
y volvía a caer en el silencio sobre la singularidad de su significado. El verso contaba algo más que silencio,
se tomaba ciertas libertades para rimar sus ángulos, alargaba innecesariamente su cabellera semántica,
llevaba la sintaxis al revés como un jersey a rayas. Ah, y el poeta se reía de las complicaciones,
los encabalgamientos y las asonancias criminales, tantos defectos, tan a la vista, tan al oído público,
esa longitud, ese tamaño difícil de recitar, difícil de leer, imposible de memorizar con todos sus renglones.

El verso estaba escrito en un papel secundario. Se ensordecía como un muro. El verso tragaba sables,
carros y carretas, era un faquir, extendido su cuerpo entre dos líneas paralelas. Ejercitando el eco
según la norma, superada la frontera de Navidson. Azealia se retocaba el maquillaje de una palabra
mansa, letra por letra, deteniéndose un rato en las vocales más amortizadas, delineando el perfil
mohoso de un consonante líquida, modificando los términos de todo acuerdo verbal.




Qué inofensiva acción. El prólogo innegociable. Este verso sureño que le hacía los coros a Elle Varner
con el ímpetu exacto. La mañana sonaba al borde, solo vértigo y cromo. Sin frases que proteger
entre signos enfáticos; el fraseo seguro de una guitarra modulada. Un precipicio poco profundo
como para tirarse de cabeza. El verso era su historia dividida entre dos mundos. Algo de ego,
un vestido insinuante. La sonrisa a imitación del cielo prohibido, azul ajeno a la materia,
la ingenuidad del azul manifestándose a plena luz, sobreviviendo al hechizo de la historia,
el auge de la tradición. Azealia era en redondo, acomplejada por sus ojos limpios
como el suelo de la cancha, azorada a causa de esa levedad tan formidable y cercana:
ella en su casa tumbada en el sofá fumando una versión de la mejor colombiana del país,
mirando un vídeo clásico de Carolina Chocolate Drops en el enorme aparato del cuarto de estar.

El verso era un espacio de contraste para la discusión y la armonía; también para la guerra de cifras
y pecados. Los filólogos renunciaban a hacer la vista gorda y suponían, socorrían, tenían un deber.
Se palpaba el sofoco entre sus recomendaciones. Alfa: mantenían una posición irreconciliable con la música,
y Beta: no contaban con los dedos. Apenas les conmovía la sobriedad del verso, su inapetencia socorrida.
Se lo tomaban a voleo pero en serio, dictándose párrafos sucintos como certeras críticas inmisericordes.
Criticaban la ausencia de astucia comercial, la solemnidad recreativa de cada sintagma por separado
y su cuestionable unidad conceptual. Abortaban cualquier deseo competente hacia el sobreseimiento
del delito. La falta era sonante de profesionalidad, que no de oficio. Era esa débil hondura tan superficial,
esa profundidad a ras de vuelo tan desconcertante. Ese minucioso retorno hacia lo desconocido.

La pequeña que enmendaba la plana a las autoridades léxicas con soltura y definitivo desdén.
Ella que vacilaba al jurado y no dudaba sin embargo un segundo en subrayar la parte más calamitosa
de su especie. Que componía un libro milenario a razón de una página por disco de vinilo.
Azealia nada rácana, premonitoria, asumiendo un escenario irracional para su mítico grupo;
el poema planchado en el tacón, puesto en solfa: debidamente desacreditado.


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