¿Qué fue de su belleza? ¿Qué se hizo
de aquella imagen cincelada en roca
y aquel cabello que rizara el rizo
de aquello que se mira y no se toca?
¿Qué fue de aquellos labios, del hechizo
de aquella pura y desolada boca
que por arte de magia se deshizo
en tanta voz y tanta risa loca?
¿Qué de su melancólica manera
de mirar con el alma para fuera
y los ojos abiertos hacia dentro?
¿Qué de su corazón inviolado,
latido por latido, el más amado
y del que tanto amor fuera al encuentro?
No es una estación, carece de la cualidad
precisa y optimista de los cuerpos inmóviles,
de las realidades construidas. Cada realidad
observa su cultura, su monumentalidad, esta calma frustrante
deuda de la suave monotonía. La fijeza
mantiene su orgullo intacto, por lo que no puede hablarse de su valor.
Existe una necesidad imperiosa de cambio y
transmutación,
una industria boyante de la variedad y el
gusto. Así, lo que no se altera, lo que permanece, lo estable, cansa.
La monarquía es un berrinche institucional,
horrible. Los reyes son figuritas de cera poco agraciadas y flojas.
AZ sabía algo de algo. Conocía el prospecto
indicado. Había estudiado la posibilidad más oportuna.
No en vano, era. Era una Princesa
encandiladora, sin padres permisivos ni padres anticuados,
sin padres reinantes pero con una gran dote,
un tremendo baño de oro por la espalda. Nada de miseria
ni penalidades en su dulce vida y obra. Su
obra era excesiva, un poema glorioso.
La traducción del poema glorioso de AZ era
otro cantar. Fue una Empresa directamente encargada
a un poeta menor colgado de una percha, hecho
de flores, partícipe de un libro incomestible.
Azealia lo cantaba bien. No era por esto. Se
metía con los pobres raperos y dictaba su norma eléctrica
(incluso para J). Ni estaba en guerra, ni
entabló batalla con el KRIT. No tenía que ver.
Sus canciones no colisionaron; onda por onda,
no invadían el espacio cuantificado, líquido en esencia.
Es inevitable la digresión hablando del
extremo. La procelosa belleza exige un alma en danza.
Ahí llega Janelle, representando. Su motivo
se dirige hacia el suelo primordial, el piso muerto.
La escena anda abarrotada de estelares
movimientos. Las paredes más gruesas no consiguen evitar
la difusión del ruido que rebota musical y
andrógino, nada periclitado.
El poeta no llegaba, no. Y AZ se mofaba de su
angustia, de su proceso terriblemente lento,
su creación tan deleznable, arreligiosa, atea
sin duda, que no sacaba lo mejor de sí, del texto inusual,
la maravilla léxica que hacía reverdecer los
campos mustios al ser recitada o en silencio por su propia
fuerza sensorial, la fuerza del eco que no se
ha pronunciado y ya devasta. La poesía se quedaba corta
a la hora de plasmar los minuciosos escorzos
gramaticales del estro mayestático, la frondosa
postura de la prosa correcta, el epitafio de
la literatura en ciernes.
Había que forzar un mantra estólido, algo
inefable a la altura de la fortuna exótica repantingada
entre las líneas y también en el blanco del
papel. Las letras que eran lyrics y formaban un corpus íntimo,
el relato fascinante de la desafección. El poema basculaba entre la lírica
barriobajera y el romanticismo crudo
de los arsenales, entre la facundia y el
tránsito. Intraducible, inexplicable. AZ sobre un monopatín
quemando asfalto. La Princesa embutida en sus
shorts plena de extensiones capilares y fiereza cosmética
revitalizando el arte con rectitud y mala
idea.
No se acaba con la belleza intranquila. Ésta se desencaja, continúa el baile,
invierte sus ahorros en una máquina de
discos. Flirtea con desconocidos en el andén del metro,
bebe como un cosaco, se droga hasta la náusea
de la heroína. Que no se tranquiliza su hermosura móvil,
puesta en funcionamiento con solo apretar un
botón intrascendente en la cabina de mando del Olimpo.
¡Oh, la felicidad! No se concede un momento
de reposo, siempre perseverando en la desventura,
profundizando en el rencor, masificando el
odio. Y entre todos los versos acabados, entre tanta penuria,
la imagen completa de un paisaje
independiente, los ojos, la boca fundida, el hueco reciente de la soledad.
Dentro del cuadro, la simplicidad de un reto
por el color más auténtico y el marcado acento que brinda la confianza.