relatos, apuntes literarios...

viernes, 25 de julio de 2014

a toda plana


En la página hay un blanco criminal. Son muchos años de blanco, apaisados todos, juntos ahí.
La mosca es como el cursor, malandrea por el brillo, el tapiz resulta tan atractivo. La mosca es más grande
que el cursor, y más obscena. Raro monstruo si fuese de otro tamaño. En Hiroshima, las moscas
complicaban las heridas: la ciudad era una herida descomunal donde una enorme
mosca se reproducía. Larvas y calor. Por la página no es que salga el pus. Segrega, eso sí, un idioma
parpadeante, en borrador, a punto de ser archivado por siempre jamás. Archívese el amor.

El amor tartamudea y se desquita. Sobre la página no es voluble ni muestra sus poderes como un cardenal,
se resguarda al cabo de la hoguera y no dice ni mu. Sepan que una sola mosca podría
arruinar un gran amor con su insistencia. Los nervios del amor a flor de piel. Y la flor prefiere a las abejas
laboriosas y atléticas, aun en peligro de extinción. Las abejas se asocian con el prisma vernal, la meca del color.

A mansalva hay escritores con historias bíblicas, inusitadas; toda una vida imaginando para el día D,
la hora H de la inspiración. Están por todas partes, su ubicuidad abruma. Parece mentira
que haya tanto que contar. Son cuestiones de estilo, por supuesto. Retórica ambiente. Alta escuela,
deseos de epatar al personal académico, de sobresalir, preponderar y darse ínfulas, ínsulas cervantinas.
Todos en su ínsula tirándole los tejos a la Musa, que se revuelve y se resuelve en líneas de acción.

Empezar una novela es un acto de fe. Los no creyentes tienen un problema irresoluble en esa tesitura:
deben creer. En realidad, cualquiera tiene sus creencias, crédulos a ciencia cierta.
Es necesario contar con una mente a la que salta, una mente polifacética y parlante, la doble-mente
doblemente cáustica. Los escritores son pequeños saltamontes sobre una superficie esdrújula (o así).
Nunca atrapan la moneda, ya les vale. Se encomiendan a Shakespeare, a Faulkner, al éxito.
Es la erótica de la culminación, el misterio hecho carne, abierto en canal, el verbo dado de sí, a paletadas,
palabras que pesan lo suyo en la balanza bien trucada de la justicia editorial.

Sin embargo, el poema es otro cantar. Que se escabulle. Los encontrarán sesudos, maquiavélicos también,
introspectivos de narices, profundos hasta decir basta de cavar a pico y pala en la dura tierra polivalente.
A veces te pones perdido escribiendo un poema. No se puede llevar más barro en los zapatos
y es tan difícil caminar. No ya hacer camino. Caminar es un clamor universal, una sentencia lapidaria.
Lo normal, lo justo es hacerlo con una piedra atravesada en el zapato tieso de charol. Que luzca, pero que duela.
El poema se lo monta él solo. O nadie. Cuántos escritores han caído, cuántos se han estrellado con su auto
a cien por hora contra los márgenes del verso. Y otros han espabilado. Algunos se sacaban el peine
del bolso de atrás del pantalón y se atusaban el pelo antes de iniciar la rima en falso, una minoría.

Lo triste y habitual es ir rellenando el hueco con literalidades. Algún monstruo puede venir a colación,
una buena bestia mata el rato. La modestia es crucial: que parezca un accidente. 


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