Azealia visita la comarca. No en el cadillac del KRIT.
Aquí no hay seres mitológicos, ni siquiera ornitorrincos.
Los bloques se suceden parecidos al gueto: escaleras de
incendios. Se repiten las calles,
la noventa y uno, la noventa y dos. Las bandas
no están a la vista. Los chavales llevan sudaderas sin
distintivo, tampoco fuman,
para vergüenza del vecindario. Esta música no es real.
Azealia no es: ignoran su fusión temprana,
las características de su cabello.
Por la acera no hay quien compre. Pasan hombres
meditabundos, mujeres adormiladas,
niños de vacaciones. El juego consiste en inventarse un
medio de vida.
Ahora Statik mueve los hilos y ya se puede respirar: alivio
colectivo.
Está sonando el trance y se reactiva el tráfico. La
microeconomía del barrio observa un calentamiento microglobal.
Azealia para qué va a bailar. Si lleva en la sangre un
brote de cólera.
Otras princesas necesitan un pintor de cámara, una legión
de vates infernales, alguien al piano.
Ella tiene a su poeta. Y es bastante. Son tan fecundas
las rimas, tan informales y clásicas como una sonata de Bach.
La temperatura del arpa es crucial en ese instante. AZ no
fracasa. Ha venido a romper,
a deslizarse como en una tabla de snow por los tejados ardientes.
El ajetreo es básico para romper el hielo.
Se presenta como una sola diva, ejecutiva, con un
catálogo de artistas del rap,
productora esencial. En el aire ya se confabulan las
ondas, la física coagula en marcos pegadizos; el papel
se ha borrado porque hay un escritor en la ciudad.
Nada de animales. Áreas de sombra interminables, lugares
de descanso donde aparcar. El indio en su reserva,
el hobbit en su cueva acogedora. Las personas llevando
flores de vez en cuando, llevando bolsas de plástico. Ni un jardín.
Estamos a la entrada del parque con la cámara. ¡Acción!
AZ silba como Bacall y los ángeles se dan por aludidos
(son negros como el carbón). El jefe manda un emisario
(por mandar) que, al parecer, ha salido de una alcantarilla.
Pregunta qué hay. Todo fluye. Todo en regla. La Princesa
distribuye su encanto por los territorios.
Algún mohín y una carcajada serena: nadie quiere
enojarla. Solo tantean su perfume, aspiran a contar con su apatía.
Ha pasado la tarde y la Luna escribe su epitafio antes de
salir. Los motores
funcionan como programas de una suite, transportan
sueños, también sueñan con pistas de vinilo. Azealia
consume más oxígeno que nunca y canta para internarse en
un silencio que no ha parado de reír.
Incluso hay pájaros capaces de profetizar el avance del
desierto para ella
que siempre encuentra un punto flaco por el que difundir
su aliento, una rendija por donde echar a andar.
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