No lo sabía. Así fue que hubo un reino donde el sol se
ponía a lomos de un caballo rojo
y el agua de los mares se asomaba al balcón del horizonte
con un palmo de cielo entre sus labios de espuma.
El reino comenzaba al final de los mapas que habían
dibujado artistas venidos de muy lejos tiempo atrás.
Era un fulgor en medio de la tierra y contenía cimas
coronadas de una blancura ingenua, terciopelados valles,
sombras que prometían la piedad del fuego, luminosas
cavernas colmadas de futuro.
Ella ignoraba su procedencia, su realidad tan honda,
desconocía la cantidad del país en llamas, su arboleda,
su rosaleda perpetua, su confianza ciega en la fe de la
amapola. Eran carros de bueyes dóciles y fuertes
que transportaban pétalos de lluvia, pequeños lagos sin
mácula, que traían un juego para cada sonrisa.
El mercado iniciaba su ascenso hacia la riqueza y las
casas lucían estandartes dorados.
No hubo un castillo desde el que saludar al gentío
congregado. Ni un altavoz para gestionar el canto.
La voz surgió como un destello entre las hojas del gran
árbol, siendo un jilguero absoluto, señoreante y mágico;
venía del interior de un sentimiento y buceaba en una
física sin apellido ilustre, huérfana de leyes o motivos.
Las mujeres querían ver a la novia, las niñas deseaban un
vestido como el suyo, un ramo violeta, una cinta en el pelo.
Ella llevaba un pañuelo precioso y su cabello brillaba a
través de la seda, de sus raíces brotaban lágrimas de sangre.
Sucedió entonces (sucede) que ella se vio sola en el
mundo y tropezó con un verso caído de una altura mínima.
Pero no fue de ese modo. A su manera ella rimó el verso
más certero de la historia y lo cubrió de besos con sus labios tímidos;
oh, y la historia hizo ¡crack!, registró una fisura en su
inmemorial anatomía por la que se filtró un territorio
dominado por sueños concebibles. Un hecho, la epítome de
un suceso controlado que dio en una
dimensión
integrada y benéfica, esto es, en un lugar cuna de
profetas -el desierto-, aun cuando fuese el académico jardín del arte,
un museo cargado de aire, construido entre espacios sin
naturaleza, huecos de contenido como pianos ahorcados
de una viga maestra, órganos venidos a menos, tambores
desintoxicándose en cámaras de vacío.
Hubo un poder también orgulloso de su presencia y su
gobierno que sucumbió al encanto difundido en la hierba
y entregó sus aguerridos bastiones a la mano intangible
de la nueva estrella, la muchacha, la artista, el milagro del siglo.
La revelación llegó de la mano del orden que vino a
relegar la entropía salvaje criada en la observancia del olvido
que todo se figura. La taxonomía invencible del tiempo se
instaló en los corazones con sus altas miras,
su profundidad sentimental, su norma. Y los hombres recordaron
su porvenir radiante,
y festejaron la belleza anónima de la nueva Princesa, su
moderno desamparo.
La pequeña que no sabía hacer la corte, que lanzaba
proclamas como cuadros de noche, ráfagas de luna.
Ella que rimaba los santos con el humo de las barricadas,
la soledad con el último eslabón de un beso.
Ella que era una palabra sola, un acento en la piel, otra
herida que abrir,
que era un ángel perdido en su esperanza.
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