relatos, apuntes literarios...

sábado, 15 de noviembre de 2014

ártica


La rosa por la flor. La realidad nunca fue necesaria. Todo sueño.
Así sale a la calle y una alfombra extendida, voladora, en tono
rojo
que ágilmente se guarda de pisar. No está ahí, pero ¡es que existe! De igual modo que existen las joyas y no existen:
el collar que adormece su postura, los zapatos graciosos, el vestido inocente (de otro color).
Ella no sale por la puerta del palacio, por la puerta falsa. Vive en un cuarto piso sin ascensor,
en un décimo piso con ascensor: casa grande en el cinturón obrero de la urbe, casa baja en el centro urbano y demacrado.
Todo lugar es un palacio para sí, en realidad, en su realidad que se piensa por su cuenta. En el poema
el verso revive situaciones y las desenmascara, y las redime si es preciso.

Keny sabe que en el verso -bien lo sabe- luce un vestido por encima de la rodilla, un vestido que le queda
fantástico, que le sienta como un guante y tiene una ilusión como de actriz de hace tiempo, como de Rita Hayworth,
como un guante y con un cigarrillo entre los labios, una boquilla de película, larga y delicada. Sus ojos
retiran el velo, suben el telón, suben la audiencia, son una crónica de sucesos. Y son esos ojos árticos
con más blanco que la nieve recién amontonada, nieve que tiene que caer todavía un poco más. Así los ojos.

La boca ella la sabe como un manjar de labios, un jardín colgante: su forma. O podría decirse que su forma
es la de un corazón hecho de arcilla, un corazón diamante, abierto
en diagonal, obra de sangre, obrado entre la sangre y el misterio. Su boca es la imagen en papel timbrado de un beso
pronunciado a media luz (solo en francés).

Ella sabe que no vive en un palacio, pero se le olvida. Olvida a su cochero que viene a recogerla, olvida a sus lacayos
que la adoran, a los viejos maestros que ya no pueden enseñarle nada.
Keny tiene un mapamundi en la cabeza que gira y nunca se detiene y a veces señala su destino con audacia,
destino que es un país siempre al sur. Donde la esperan, donde la aman. El destino siempre es un periodo de amor,
la mirada que fluye hasta el solar del cielo, que asume su profecía autocumplida, su pequeño Sahara artificial.

(En España, de paso. En México, rodeada de cadáveres. Más al sur, en Argentina, rodeada de sol y de tamaño.)

Trabajadoras que salen del portal y llevan un recipiente entre las manos, la comida del día. Trabajar es vivir.
Niños al colegio. Padres a hacer la compra. Hermanos mayores que cruzan la avenida y se enfrentan a la noche.
Cien columnas de humo como torres de humo, polvo y necesidad. Tráfico y conciencia. Gente radical
que cree en su fortaleza y su cultura, también en el fuego de sus armas. Un arma de fuego es casi dios,
casi un milagro capaz de fabricar renta per cápita como el banco central.

Ella pisa la alfombra roja y se mueve con suavidad y nostalgia. Parte de una estirpe de gigantes, raza de lluvia,
robles como árboles, jilgueros como aves de compañía que se posan en la guerra. Milagros en la palma de la mano.
La edad de los portentos caminando hacia la felicidad, el subterráneo en la cima del mundo. Clarividencia y arte
que ponen en pie al público y hacen sentarse al peregrino inquieto. La muerte también es una sola cosa,
un sola rosa cara a la pared. Al fin, las rosas
dirán de su cabello lo que han dicho del agua, se ahogarán en rectificaciones.
Será su oscura cabellera decisiva en este drama. Keny dentro de su tímida belleza, sentada con las piernas muy juntas
al fondo del poema, una sonrisa en la frente y el corazón a punto de estallar en un clamor de silencio.




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