Sus manos vienen a ser una fuerza encantadora; piel que se
resiste, piel que demuestra su inocencia.
La fuerza de trabajo de sus manos sirve para rapear el
temporal, obtener un salario
e ir rimando. Su belleza es demasiado estricta para ser
temida, es tan personal como una lágrima. El tiempo pasa
y la gente desespera por culpa del amor, que no deja
dormir, no deja en paz.
¡Ah! Su belleza era un extracto de cordura. Perdían las
estrellas su albedrío
en reclamar un combustible que contrarrestara ese
despliegue de constancia, los planetas orlaban
su diagonal intacta, oscilaban tenues como lámparas
mineras. Hartos los dioses
de su creación, contemplaban tan famoso estilo en un
millar de lunas antes de adornarla con nuevos atributos.
Todo por un sueño. Por una forma de crepúsculo inmediato
y eterno. En el ocaso del fuego
está la única verdad que deben envidiar los formidables
rombos de hierba que desnivelan la vista; pues hacia el parque,
entre la niebla, se halla una fuente prodigiosa donde el hecho fantástico no marca la excepción, sino el estímulo
y los pájaros mudan sus pretextos en cierta exaltación
del rojo.
Las líneas del amor están descompensadas, rectas
imaginarias que burlan la física o crean la suya propia,
inderogable. En un sentido u otro, los sentimientos
viajan como si fuesen ¡viajeros al tren!, deambulan por un pasillo
preparado para otear gran variedad de postes y terreno
baldío, una región sin horizonte.
No existe un intercambio satisfactorio y legítimo, solo
abusos legales y jerigonza ética. Es la política, estúpidos.
Tanta política para decir que nadie mira la letra pequeña
del futuro, nadie ama, siquiera en el momento del abrazo familiar,
del beso evanescente y epicúreo que alarga su felicidad a
través de una modesta fuga de monotonía. La vida se ciñe
a su estado inicial, continuista; y cómo agrada el
individuo que rasga sus perfectas ligaduras y se desata el alma
en un pronunciamiento de otra clase, y es que causa
sorpresa, azora y avergüenza, causa espanto y alegría en tanto
expresa un deseo latente, escenifica una ruptura inusual
con la pesada sombra del poder.
Manos tan completas: palmas como valles regados con la
sangre
de un millón de cuerpos, dedos como árboles cansados de ignorarse.
De sol a sol, sus manos trabajaban
en el aire, en el arte de hacerse un nombre duradero.
Manos constructoras que encajaban y desencajaban, iban
de un ladrillo a otro, de una herramienta a otra con la
agilidad que depara el oficio.
Una herramienta entonces era la palabra, que quedaba escrita
y podía repetirse, multicopiarse,
condenarse en las sordas paredes de la iglesia. Así
quedaba esta palabra pulcra contagiada en los muros de palacio,
inscrita en las torres vertiginosas y homicidas de las
catedrales; quedaba exactamente como un grito,
una salvaguarda, una matemática clandestina.
Ella, acostumbrada a ser ángel de papel, ángel valiente.
Ensayando vuelos rasantes sobre el reino,
distribuyendo víveres, casas vacías, mantras de un solo
uso. La mecánica del vuelo es crucial para saber dónde dejar
caer el corazón: por ejemplo, el corazón. Pero su corazón
latía con tal inmensidad impetuosa
que ascendía su pálpito creciente por una escala rítmica
hasta un cielo cegado a la esperanza.
Su luz debía ser, en el cuadro creado hace dos siglos,
estandarte, vigía del ansia obrera, la facultad de obrarse
el alma con un leve gesto emancipado, el diluvio del cuello,
el acto público de sus manos atentas ondeando un rumor de
libertad.
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