Ella fuera del Arte, pero dentro del verso delicado como
una línea básica en el cuadro,
trazo que siente. Fuera del Arte hay una parte que se
queda dentro, entrometida, la ilusión que no abdica de sus armas,
la conciencia que no en vano resiste hasta la audacia,
hasta el tesoro mismo, hasta la fe. La conciencia de K dicta
su norma con sentido, templa su voz ética por donde el
eco se difunde y gana sus monedas de oro que no valen
nada. Fuera del mundo artístico las palabras contienen
abismos regulares, poco sofisticados,
apenas como el fuego gris de una cerilla elemental. K
siempre surge de un recodo u otro, manifestando un karma
demasiado elegante para ser reconocido; su voz, ajena a
los concilios y cenáculos, orbita una sección
del paraíso, lima sus acordes. Su voz es un te quiero en
el zoológico, entre viejos animales y lianas algo sórdidas,
accidentales (habrá una ciénaga gloriosa en la que
bullirá un soplo de vida entera, como si hubiera nacido ayer).
Dónde dirá te quiero. K se guarda de declarar su
angustia, su miedo que es un resto del amor, un sucedáneo hermoso
que salva su promesa. Qué prometieron quiénes, qué nombre
pronunciaron en qué idioma. Ella exhibe
su vínculo con la tristeza, lo tiene en un pedestal para
que todos puedan ignorarlo. Ríe, y es de una claridad insoportable.
Oh, pero sus besos pertenecen a la mitología -como es
sabido, al aire-, al cielo erizado de lluvia. Tanta sed.
Un beso suyo terminó arrumbado en un rincón oscuro igual
que un artista invitado o un arpa de segunda mano.
Había cumplido su vuelo entristecido, tan enternecedor,
sobreentendido, había dado volteretas imaginando piel, labio quizás.
Tenía su motor, motorizado con su cinturón de seguridad
alrededor del cuello como una soga suelta;
había alcanzado su velocidad máxima cuando colisionó con
la pared del corazón, ventrículo derecho, y hubo sangre,
heridos, heridas, más sangre y algún grito pelado. Esta
es la debacle desencadenada por un solo beso simple, suyo, lanzado
en un momento de debilidad como quien se come un helado
de nata o se pervierte un rato antes de cenar,
es decir, viendo la televisión.
Los martes, el Arte deja de parecerlo. Los domingos
vuelve por sus fueros. En todos los museos se conoce esta ecuación
estimulante. Nunca se debe visitar un museo en martes,
porque no gustará. No gustará mucho. Nada más. Es todo
lo que hay que saber acerca de la trascendencia. No es
que sea verdad, eso tampoco. No contradice, pues,
al poeta romántico y sus ocurrencias. Se puede, por
tanto, poseer un corazón radiante y no tener nociones sobre la belleza
más allá de las infundidas por la propia y sagaz
naturaleza de las cosas. K, que es tan bella, no admite serlo,
se niega rotundamente a ser preciosa, mas suspende el
examen frente al espejo mágico,
que no cesa de pronunciar su nombre artístico, como su apelativo,
y al fin su nombrecito de niña trenzada y colegial.
Estaban los chicos con
sus besos tratando con la red de apresarlos sin éxito en la red. Porque ella viajaba
tan lejos que los trenes se apartaban, se quedaban sin
humo y apuraban sus vías de conocimiento. Tal vez fuera hacia el sur:
donde los versos que se escapan de su casa y deambulan
tambaleantes con una botella de licor en el bolso del gabán.
Donde el calor se presenta de noche sin invitación y sin
guantes de látex. Donde la sed.
Keny viajaba hacia el amor sin un solo centavo. Los
libros la llevaban en andas, recorría países en brazos de Morfeo
con el alma cargada de silencio. Para que no se diga.
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