No fue un sueño (nunca lo es). En esa extremidad de la
melancolía, ese cuerpo tendido al sol,
hubo un enigma con su resolución, su proceso, pero que
fue real como el tacto de las máquinas, frío agridulce,
como la sensación que surge de la soledad cuando se
estrena. La solución nunca estuvo entre dos lágrimas,
ni pudo entreverse a través de los cristales empañados de
orgullo; no fueron, lívidos, los cuellos a estirarse
a fin de conservar su primacía, con tal de ver la
realidad que pretendía situarse en el campo más falso, otro esquema
menos expuesto a la inteligencia y sus ardides.
Y parece mentira que se produjera el contacto, así, sin
pudor ni distracciones, que fuese tan necesario
como una casa perdida o un molino de viento. El contacto
tuvo lugar en un lugar difuso, extremo y casto, un tercer lugar
de paso a parte alguna. Pasaba el tiempo entonces a su aire
con la velocidad feliz del tren mecánico y su cordura
disimulando un par de volutas de humo entre las faldas de
la mesa camilla, arrasando las cortinas
con la felicidad absurda de su traqueteo fiel. La
felicidad es un presente infectado de auténtico color o perdido de futuro,
que se sube encima de la silla y zapatea con ínfulas de
artista adolescente; o cualquier otra cosa.
La felicidad es un palacio mortecino con su luz
adormilada, actualizada, más reciente que la luz solar
y sus ocho minutos de angustia.
Aquel sofisticado roce, la cicatriz que deja una puñalada
por la espalda. Y no. Estaba la caricia
estipulada, estrangulada con esos dedos altos de goma o
mazapán, esas muñecas sin vida hinchadas
de venas y recuerdos. Diríase que la sangre retiene su
porcentaje y su destino: sabe cuándo.
No hubo sueño ni ensoñación perfecta, ni abordaje, fue un
naufragio a toda costa, en toda regla.
Las luces removieron su foco y el espejo, sincero,
reflejó una profundidad desconocida. Hasta el beso
todo había sido pasión, fuego incesante. A partir de ahí,
la fantasía tomó las riendas rigurosamente
y cada certeza posibilitó su correspondiente asunto sucio
a expensas de una objetividad malintencionada.
Que las Hadas existen igual que las Princesas de Francia
(también los ángeles de Brooklyn). La Princesa
de Francia puede tener el cuello recto y enjoyado,
disponer de una corte panorámica, o ser una muchacha
triste con el alma entre los dientes, triste como una
sombra que diese sombra al amor, como una luz sin repertorio.
Ella soñaba con un alma por las nubes, núcleo y
epicentro, al alcance de nadie, un alma para no ser besada
que permaneciese ociosa en su elevado atrio, simplemente
existiendo ante los dioses sin humillarse ni rendir pleitesía.
Alma sobre la misma vida, ajena al tacto evocador,
inmaculada. Tal vez fuese de pronto un jilguero encomiable
o quizás se tratase de otra serie lírica, como al punto
los cielos recobraron la forma
y el amor se deslizó por su crónica pendiente desafiando
al lenguaje, pues vino a culminarse un lance agotador
cuyo escenario era el verso condenado al olvido, donde
pudo el espíritu palpar con timidez a su contrario, parte de sí,
superar la distancia entre ambos soles y, en un eterno
instante, torcer la voluntad de la materia y darse por completo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario