Escribir es escribir para el fuego. Dotarse de aura y
percibir la sombra como si fuese rocío,
sombra como un ramo de sol. Es la quemazón que produce el
sonido, la rutina rítmica del verso que no avanza,
se apacigua, callado. Nadie quiere repetir el verso,
nadie lo ha escrito; es preferible pasar por nadie
que lanzarse a escribir un verso cualquiera bajo el sol. La
miseria de escribir un verso tiene que cesar
al siguiente, siempre que pueda darse un golpe de
silencio, viento deudor, viento irascible. La hojarasca
cede su aliento a la melancolía; por el otoño desfilan
las almas de los vagabundos disfrazadas de regalos de navidad,
pero solo llevan rocas de carbón. En la cabaña, en pleno
monte, hará frío mañana y luego
caerá la nieve sobre una alfombra de secretos que nadie acogerá.
Marsella es una ciudad con futuro. Que mira al mar. Hay
un futuro esplendoroso en la resplandeciente superficie
del agua que respira felicidad y luz. Las olas se
preguntan por la noche, hacen burla del faro
que desperdicia ingenio. En el fondo, el mar es
prolegómeno, la famosa antesala cuajada de algo eterno,
una superficie dividida en cuadros simuladores de tiempo.
Y el mar es tan antiguo, le sobra tiempo a los costados,
le sobran tempestades, días grises, humanidad.
Ahora el mar es una hoja en blanco para recibir el verso,
que se trastabilla,
no aporta un gramo de sabiduría, está en el éxodo y forma
una fila gigante de signos que se arrastra por el fango,
arrojados al arroyo como escoria semántica, raíces
populares. Porque el mar ha nacido en una cueva:
un niño Jesús blando de espuma. Se especula con la
creación, montañas de hipótesis a cual más redundante
aguardan su turno para salir a colación. De vuelta a la
alta fidelidad, hay un sonido en suma irresistible, tentador,
de bocinas y humo que suena a dimensión inobservable. La
música está en el aire
(corrupta, pues, como el aire). Respirar se hace un
negocio lejos de parecer honesto, un contrato abusivo con la vida.
Marsella tiene futuro, no como esta ciudad castellana,
abrigada y feroz. Allí pueden nacer muchachas bellas
con los ojos como páginas en blanco, reales princesas, más
que en Brooklyn o en el 212 (hay que decirlo,
por si acaso: si hay una especie de reciprocidad, sana
competencia proactiva). Una belleza internacional
busca su cetro, su corona de sol. No importa el color de
la piel ni el color del cabello que puede ser negro;
no importa la altura del palacio que puede ser de cuatro
pisos sin ascensor, amenazando ruina. Lo esencial es el verso.
En concreto, la acción del verso, cuando se representa la
escena principal con una actriz de culto
que recita sin ganas, improvisa un discurso tan
emocionante, canta un rato su canción.
El verso elige el exilio para incinerarse, calcinarse,
inmolarse en aras de la industria y el éxtasis.
Sin dinero no hay espectáculo que valga. Hay que venderse
al buen postor, al buen pastor, a dios o al diablo: dos cruces
de una moneda falsa. Pues, ¿cuánto vale una lágrima de absoluta
tristeza?, en el instante en que se derrumba el mundo
alrededor de una ilusión, en el preciso instante en que
la soledad asume un carácter hogareño,
parece un lugar apetecible, apacible y cálido; puede no
existir la pena,
puede crearse de la nada y surgir sobre la hoja en un
borrón, dibujo japonés de trazo exacto.
El arte se llama como ella, debe llamarse así para ser
algo, alguien, algo tangible, para no ser un espacio vacío
lleno de luz. El Arte, que tiene su código discreto, su
efeméride postal, su todo con mayúsculas y todo:
su asiento reservado en las antípodas de la creación.
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