Es el torrente, la voz que se atropella, belleza que se
escurre entre los dedos.
Ondas tremendamente hermosas recorren el vacío creado por
el fuego. Oh, y se respiran,
colman los pulmones (hasta el límite), su frontera de
espasmo, hasta el verdadero soplo milagroso. Está probado
que ella es el milagro, es la bandera, la belleza que
ondea y se articula: lo que no es natural ni debería haber sucedido
jamás. Y se renueva, siempre igual como una cinta en el
pelo, una cinta en el árbol que señala
el deseo confuso de la naturaleza que no posee reglas de
conducta
ni maldad. Procede anunciar que su benevolencia tiene
carácter esencial, o simplemente cuenta la verdad
sin detenerse a aquilatar el precio. Estrena una verdad
cada mañana; cada mañana sale a la calle
y rompe los cristales que ocultan el cielo, rompe los
espejos que ocultan su figura temprana,
empañan su inocencia.
Es un caudal. Su
inocencia perfecta como un pecado alegre. Es la virtud de las manos,
una ingenuidad curiosa -de rosa-, la ingenuidad de la
rosa que saluda a la lluvia
o desafía al sol con un ramillete de pasiones. Es la
pequeña astucia del candor que disimula su primera victoria
ante el color rugoso de la envidia. Ha sido nombrada por
profetas, su alma ha recibido el don de la palabra
como una forma de nombrar el amor para la eternidad.
Destaca en sus ojos un claustro de nieve
por donde pasea su imagen el viento, su mirada es un
hábito, una salida
para aquellos que han perdido la esperanza.
Pero su voz tranquila, su étnica, su estética virtual.
¡Cómo acompaña! Qué compañía del ángel luminosa;
diríase una luz que se prolonga todo un pasillo hasta
subir al monte y, en la cima,
allí se escucha el céfiro embalado, cogiendo lustre, se
siente el calor de las estrellas y su ritmo, su mano exuberante.
Qué cumbre, o un tejado, asomada a la punta de la casa
como un violinista. La urna
cerrada de sus labios musitando un silencio despiadado
que, a su manera, suena a cuerpo herido,
a boca permanentemente viva, pluma aferrada a la dulzura
de ser.
Una luz que recuerda a su lengua completa cuando besa las
palabras y las suelta como si fuesen palomas
mensajeras. O lágrimas. El mensaje que siempre cumple su
cometido urgente, se lee en la pantalla solemne de la noche,
en la ropa tendida, en las baldosas y en los carteles
revolucionarios. El signo de este tiempo es el azul,
un tropo celestial que esgrime su tormenta de ideas: versos
medio rotos, malos versos escritos con demasiado cariño.
Ella que luce la deserción del Arte, su amarga rebeldía,
que sabe lo que tarda en llegar el verano
y lo que dura un beso en la distancia, lo que duele, ha
de ignorar entonces
la mitad del poema, precisamente la que habla de amor
con las palabras justas.
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