Hay en Marsella un jardín que se lo rifa
el mar, roba oxígeno al mar, empuja al mar. Es un jardín
sin límites que termina en el eco de
su propio silencio. Un espacio frenético
donde proliferan los sauces, huérfanos
de su naturaleza. Los niños tienen prohibida la entrada,
los perros tienen prohibida la
entrada. Patria de insectos, lecho de orugas y materia gris,
perlada como un tiempo que amenazase
lluvia. Allí, una hormiga levanta su bandera,
graba un videoclip en el paisaje
marciano del camino mientras el sol se abate
sobre el porche. El sol habla del agua
y la ceniza con su voz creciente, dice la verdad,
aunque queme. En el jardín no se
menciona el parque, alrededor no hay parques, en la vecindad no hay;
ni los libros de texto glosan la
pertinencia del monte bosquejado.
Es tan hermoso el jardín que a su lado
son diminutos los lagos y es ínfima la montaña, el cielo es una pizca de color.
Y las mejores vistas del jardín, la
perspectiva reina se divisa
desde la memoria. Por la tarde hay una
inmensidad de colores, alguna que otra mariposa,
madres con sus cochecitos ilegales (la
policía hace la vista gorda). La vista es gorda y lujuriosa desde distintas
partes
que enfatizan su cordura, distraen. No
distorsionan. Se permite un vaho de realidad,
un baño de certeza flambeada, picos de
luz.
El parque, sin embargo, existe. Es
donde está (ella). Es el cuadrilátero de su presencia, el cuarto
de la casa de la calle del bloque de la
gran ciudad, octavo piso. Es la ciudad que se reblandece y se reduce,
falla en su afán inquisitivo. Se
desconoce su paradero REAL. Podría decirse así. Pues ella forma
cuadros como casillas blancas, pero es
la reina negra y se conduce con demasiado valor
en la voz. Su blues corteja, aluniza
en el escaparate de la joyería y la alarma es demasiado cansada para el flow.
Dicen que en Marsella ya no hay rap
porque ella quiere recordar el invierno. Y de su pecho
brota un después que no encuentra su ritmo
entre un millón de beats. En el parque los muchachos persiguen una sombra
que resopla, echa humo como un fabuloso
habano de contrabando. La fruta pende de mil ramas metálicas
y los chicos con su campo a través, al
runrún de la sombra deshaciéndose en halagos,
palabras que no riman con la flor, con
cualquier flor. Ella fluctúa en su escala,
medianoche antes del alba, curiosea
por los cuatro costados de la noche más próxima.
Se acaba el mar, persigue luz la
esmeralda de la aurora. Su pañuelo como un ramo
de acaudaladas rosas. Sus ojos con
estilo, su vestido arrancando chispas a la extensión incalculable
de la selva; el triple de grande que
otro bosque, pinos altos, nostalgia. Las agujas retornando a la posición del
ángel.
Todo desarraigo se amontona a las
puertas de ese infierno, intercede por el alma
que desesperadamente llama con los
nudillos despellejados inflamados en sangre, desprovistos de genio.
Trances que sustituyen al miedo,
perforan la calma como si fuera piel. Ojos que se compran ropa
nueva, besos que tramitan su amargura
y giran como bólidos fijos en un carrusel pasado de moda. Besos que son pares
y en parejas rodean tal pecado, ruedan
por un ancho con futuro, mastican hierba y no tabaco rubio,
hierba blanca y frutal. Cuántos lejanos
príncipes no recordarán ese momento, el instante en que ella
nació a la violencia del deseo y asomó
una mano blanca a la altura dichosa del espejo
que siempre quiso azul.
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