relatos, apuntes literarios...

sábado, 11 de abril de 2015

prosa


Violines penetran por el hueco, se introducen en
la sociedad; gente con una bolsa marrón en la cabeza reclama las miradas
para sí. La policía dispara a la música negra, quiere matar al soul.
Los norteamericanos blancos son seres humanos (cuesta decir). Hay un arte maravilloso que no se sabe
si es arte o es un lamparón en la moqueta de la generación perdida; que no se sabe si es un arrozal en Vietnam
o un túnel hacia ninguna razón. De la casa blanca ha comenzado a manar un río de sangre casi brown, que es negra
como el alma del soul.

Pero en el parque la policía no entra
por miedo al escenario. Allí los perros le ríen las gracias a cualquiera, el humo promociona la virtud de su marca.
En el parque existe una violencia soterrada que parte de la carne, los cuerpos amontonados al calor;
el sol es la metáfora siniestra y la metonimia ardiente: astro rey. Por el lado de la luna nunca hay dioses
a mano, todos aletargados, párvulos.

No hay forma. En el poema no hay forma de relacionar, si todo está relacionado, si el corazón
es la fruta más amarga y los profetas se esconden tras un seto mal cortado, bajan del árbol a la zanja,
aparentan sentido común.

El crítico ha expuesto su miseria, ha desnudado su elocuencia para nada;
gesticula ante el secreto, comulga en una iglesia de santos perdedores. La palabra ha sido descuartizada en origen,
ya no exhibe su nombre como una trenza larga, su Rapunxel ha muerto entre gigas de glamour.
Es ausencia de significado lo que escurre el día, que surca frontispicios, columnas
de reloj, absorbe luz en ecuaciones bellas, hordas de luz.

Donde estaba la mosca, ahora está la acción, yace la acción, sepulta el verbo. Un verbo sepultado es un tesoro
a descubrir de noche, una manera de acercarse a la secuencia atroz de los acontecimientos.
Las partículas se pirran por el aire, por el arte, constituyen Grecos, se germanizan, filosofan
en su acelerador de confianza. Cuántos camareros que son príncipes, filósofos, cuántos intelectuales
en la cola del paro, el think tank de la parada del bus.

Ella parece que no, pero lee una novela gorda, el grueso tomo de lomo inmarcesible. El libro es
divertido, un Ignatius, hombre desolado. La novela tiene truco: el mejor nombre es el que no se ve, el que se aparta
cuando se pasan las páginas; sin embargo en el verso demasiado nombre es poco, hay un hambre
de siglos por la notoriedad, esta sed de cultura, tan personal.

El agente ha vuelto a apretar el gatillo, jamás se cansará de hacerlo: nota de su entrenamiento,
prosa de su enfrentamiento con el mundo. En el suelo hay un hombre herido, un nombre ensangrentado
que tararea el blues, por no decir que muere.




No hay comentarios:

Publicar un comentario