Violines penetran por el hueco, se
introducen en
la sociedad; gente con una bolsa marrón
en la cabeza reclama las miradas
para sí. La policía dispara a la
música negra, quiere matar al soul.
Los norteamericanos blancos son seres
humanos (cuesta decir). Hay un arte maravilloso que no se sabe
si es arte o es un lamparón en la
moqueta de la generación perdida; que no se sabe si es un arrozal en Vietnam
o un túnel hacia ninguna razón. De la
casa blanca ha comenzado a manar un río de sangre casi brown, que es negra
como el alma del soul.
Pero en el parque la policía no entra
por miedo al escenario. Allí los
perros le ríen las gracias a cualquiera, el humo promociona la virtud de su
marca.
En el parque existe una violencia
soterrada que parte de la carne, los cuerpos amontonados al calor;
el sol es la metáfora siniestra y la
metonimia ardiente: astro rey. Por el lado de la luna nunca hay dioses
a mano, todos aletargados, párvulos.
No hay forma. En el poema no hay forma
de relacionar, si todo está relacionado, si el corazón
es la fruta más amarga y los profetas
se esconden tras un seto mal cortado, bajan del árbol a la zanja,
aparentan sentido común.
El crítico ha expuesto su miseria, ha
desnudado su elocuencia para nada;
gesticula ante el secreto, comulga en
una iglesia de santos perdedores. La palabra ha sido descuartizada en origen,
ya no exhibe su nombre como una trenza
larga, su Rapunxel ha muerto entre gigas de glamour.
Es ausencia de significado lo que
escurre el día, que surca frontispicios, columnas
de reloj, absorbe luz en ecuaciones bellas,
hordas de luz.
Donde estaba la mosca, ahora está la
acción, yace la acción, sepulta el verbo. Un verbo sepultado es un tesoro
a descubrir de noche, una manera de
acercarse a la secuencia atroz de los acontecimientos.
Las partículas se pirran por el aire,
por el arte, constituyen Grecos, se germanizan, filosofan
en su acelerador de confianza. Cuántos
camareros que son príncipes, filósofos, cuántos intelectuales
en la cola del paro, el think tank de
la parada del bus.
Ella parece que no, pero lee una
novela gorda, el grueso tomo de lomo inmarcesible. El libro es
divertido, un Ignatius, hombre
desolado. La novela tiene truco: el mejor nombre es el que no se ve, el que se
aparta
cuando se pasan las páginas; sin
embargo en el verso demasiado nombre es poco, hay un hambre
de siglos por la notoriedad, esta sed
de cultura, tan personal.
El agente ha vuelto a apretar el
gatillo, jamás se cansará de hacerlo: nota de su entrenamiento,
prosa de su enfrentamiento con el
mundo. En el suelo hay un hombre herido, un nombre ensangrentado
que tararea el blues, por no decir que
muere.
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