Arte no hay. La belleza siempre ha
sido episódica, un mal sueño nada más. Ningún arte
supera su afán. Todo es literatura y la literatura no basta, no es inocente.
La juventud venera el arte, adora sus
ventajas, su opacidad. El escándalo de la perfección apunta a las alturas.
Notorio es que los artistas sufren la
incomprensión del camarero arisco, el desprecio de las máquinas,
su vida es de padecimiento y dolor
intermitentes: cómo se sufre en el bar mientras
se espera un refresco, qué mal rato antes
del café.
Hay que pensar. Y pensarse. La obra se
piensa a todas horas: parafernalia. La obra se piensa y en five minutes
se ejecuta al vuelo. Desmontando al
artista, se dice que el verso estaba escrito
como una letanía. El plagio está a la
orden, no se reconoce una perversión más accidentada. La belleza
se licúa entre misterios, sale con la
luna, con la suya. ¿No es bella la palma de una mano?, el síndrome, ¿no es
bello?
La miseria excluye santidades y
cantidades de que hablar, pues, ¿de qué cantidad estamos hablando?
¿Dónde está la pasta? Y este es el
poema desde los tiempos de Keats.
Hay bruma, es cierto, persiste una
inspiración latente, harto caliente, reincidente incluso,
que asalta madrugadas y convierte el
tiempo en una mina de oro. ¡Ah!, entonces llega la Historia y lo arruina
todo
con su ectoplasma redentor, su déjà vu.
Seres religiosos con la vista puesta en dios al fin y al
cabo; al pasar el puente, la vista puesta en dios, al cruzar la calle,
al montar en el avión suicida. Nada para el arte sino la
negación de su poder. La inteligencia
desalojada del trono, la élite apartada de sus
responsabilidades. El poema en un ramo de dramáticas rosas,
la música enunciada hasta caer.
Anteayer, la Vergüenza. Hoy la proyección del extremo
angustioso, la depravación. Coletazos
del monstruo, cámaras de tortura que aún albergan
estallidos; el aire mismo contaminado por la abyección,
siglos de pensamiento débil entregado a la revelación, a la
deidad y su monasterio draculiano;
eras de ansiedad moral. Los frutos en los árboles, la sal de
la tierra, y el sudor.
Arte no hay. Salvo un maestro de narices rojas y venillas
etílicas, arte clown. El payaso concibe
ahora la mejor restauración, compila un rosario de escuelas
y talleres, tendencias y virguerías
al alcance de una minoría reluctante, rimbombante y dada a
su etimología y sus negocios
criminales. Hay un negocio en los museos y las exposiciones,
en los auditorios megalómanos, llenos de melómanos y vates.
Pero ni siquiera el vacío es capaz de pilotar la nave del
error.
El horror es como un alma gigante que no se desnivela, no
duerme ni ambiciona otra manera de morir. El arte
ha sido emasculado: no hace falta citar a ningún genio. La
belleza es horrenda desde el cielo, se ve
el charco, la insaciable fuerza del pasado estrujando los
bordes del absurdo.
La inocencia ha perdido su relato.
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