Soñar es lo recomendable, aletargarse.
La lista de sueños puede reducirse a la pesadilla cotidiana, el espasmo
de rigor. También uno se despierta, se
despereza, ronca por lo bajinis. A todo trapo y siempre con sueño
puesto en pie frente a la máquina
insensible, déspota; que te caes porque dormir es lo suyo,
a todas horas: en la litera de la
compañía de transeúntes, en la garita esperando el relevo o la visita de la
guardia,
en el acto. Los sueños se terminan y
allí está Freddy con su jersey a rayas, moda y rencor.
Qué sueño fraternal con lindas diosas,
náyades absurdas, chicas que se expresan en idiomas azules, tienen sabor a
quién.
Tampoco está de más el sueño de los
dientes mecánicos que se desarticulan y chirrían, rechinan como tiza en la pizarra,
como locos cada uno por su lado. Están
los amigos que no faltan a la cita con el sueño eterno, pero no son amigos,
sino perros con el mismo collar y
persiguen el mal con gran ahínco, hacen el mal con chulería
y un punto de desapego intelectual,
como quien pisa una hormiga o aplasta una benefactora araña sin apesadumbrarse
(lo que puede acarrear un destino
funesto). En el sueño, los amigos se muestran como son: fantasmas
de una sola voz, boqueras como en el
talego, gente que te odia cordialmente
y no sabe cómo decírtelo a la cara, no
encuentra el momento.
Soñar es conveniente para no morirse
de asco. Soñar con chicas africanas de piel blanca, suecas de papel cartón,
chicas japonesas con minifaldas
art-decó y medias sonrisas a lo Gogo Yubari (¡que escondan amenazas veladas,
amputaciones y todo!). Soñar con un
mar más gigante todavía, planetario y abarcable a un tiempo como solo en el
sueño
puede suceder. Pensar dentro del sueño
a mil por hora, ser un librepensador dentro del sueño,
el que encuentra soluciones descabelladas,
pero inútiles.
Un toque familiar como es debido,
siempre agnóstico, solo compatible con el ateísmo fugaz de los lighters
más irreductibles. El cura, sin duda,
en el sueño es el saco de las hostias. Los templos se derrumban y aceleran
su aluminosis rampante -culpa del
desarrollismo medieval-, mil enfermedades de la piedra y la madera, mitos que
se desmoronan.
La familia aparece y desaparece y
algunos de ellos parecen extraños incluso, con sus jetas extrañas,
sus extrañas fachas de peón tan poco
aristocráticas y tan indefinidas, tan brutales;
las fachas familiares son apariciones
que no sientan bien y amedrentan, son de pánico porque irradian familiaridad
pero sin concretar su origen. La
familia es una colección de bastardos estridentes, con sus caras de
incredulidad
y eternidad mal disimulada.
En el sueño, el verso se rasga las
vestiduras aunque vaya desnudo como un monarca débil.
Es un mercader de Venecia venido a
menos, un pobre campesino ruso depositario de alguna esencia inmarcesible
que Pushkin cantara con su vieja lira.
Con la rima por los suelos, harapiento; un correveidile sin nada que contar,
algo vacío de sustancia. El verso
deviene insustancial, no existe mucho, se equivoca y tiende al ripio de las
almas crudas.
Dice saber de política, entiende de
pactos sociales y medidas apropiadas. Es que se clava una astilla
en el pulgar y no grita ni profiere o
lo hace en silencio para que no se enteren los conserjes y no salgan los
clérigos
pitando de sus claustros blandiendo
sagradas escrituras que lo desautoricen. Lo pinchas y no sangra de puro
recital.
Y lo mejor del sueño es a plena luna
llena con el pecho lobuno lleno de pelos en el pecho -si se tercia-, lleno de
luces
si eres una estrella, lleno de paz y
en paz como un camposanto de paseo por el campo, un cementerio indio
que se moviese al son extraordinario
de una banda de jazz de New Orleans, bamboleándose sin pudor ni angustia
por el tiempo perdido. El alma, a ras
de sueño, es solo sueño. Y dios no puede ser soñado por otros,
pues rompería el infame equilibrio de
la realidad. El sueño es la intrahistoria, y lo demás es vértigo.
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