Ese
trayecto puro,
suyo, la
pasarela del ritmo, esa quietud exasperante de su movimiento. Su naturalidad
más allá
de la
armonía. Gris a su lado: ¡saluda a cámara!
Música
derivada de una furia metafísica,
fuerza y
color pudriéndose en la batidora. Un salmo estropeado
sale de
los altavoces del mercado central; puestos vacíos, carne en los huesos,
calamares en su tinta.
Jordan
tiene el antojo de un bocadillo de calamares
a la
romana, de lo que no hay. Ha captado su esencia derribándose como el muro de los
Floyd,
deconstruyendo
el plano de su existencia cómica.
Por los
árboles, ardillas que irradian voluntad; se pone a prueba la simpatía de la
naturaleza, su docilidad
y su
arranque. Alguien imagina el mostrador del banco y en su extremo
bandejas
de comida, platos de alta escuela hipotecados por los mejores chefs de la
prisión. Orden,
seriedad,
en fila india los adultos, los niños en sus mesitas más bajas
sentados
en torno a una cazuela de sangre.
Tanta
música que sale humo; a masticar acordes. Meteorología tipo BrumarioDireStraits, nieblas elegantes
de año nuevo.
La
ciudad ha escogido esconderse bajo el sol, todo son escaleras
mecánicas
lentas como escorpiones junto al mar, ávidas también de su media pensión.
Jordan finge cansancio
para
derrotarlo, tuerce el alma y se acomoda: ha mejorado el menú desde que Jessie
sonó por
última vez.
Dentro
de los soportales, en el espacio grotesco y monacal de la plaza, se hace la luz.
Está Francisco de Asís
contemplando
un mosaico de fauces llameantes,
Juana de
Arco midiendo la longitud de su espada, Teresa en un rincón.
El
ejército defiende incluso un ramo de rosas (según se mire). Jordan puede mirar
ahora que no hay caballos por el aire,
que
corre el agua y el acero del jardín ha regresado a su paleta,
ahora
que hasta la tierra huele a pergamino. Hay una historia,
¿por qué contarla si no se puede olvidar?
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