relatos, apuntes literarios...

sábado, 2 de abril de 2016

después de la palabra


Afortunadamente ha llegado un momento en que ¡todos héroes!, todos santos. El niño pequeño que recita;
el pájaro cantor que es –momentáneamente– un  héroe; en la puerta del jéder los chicos que compiten.
Los chicos que rebuznan en el patio del colegio. Las chicas que golpean un sombrío atardecer con la mirada;
las chicas que rebuznan en el patio. Las niñas que recitan su parte del saber. Todos héroes.

En esa tesitura, en esa diplomacia del sentimiento o de relación de humanidad, esa relación humana
tan igualitaria en la que todos contribuyen según la medida de sus posibilidades, no hay
ninguna posibilidad. El heroísmo es definido:
es no tener qué llevarse a la boca. La familia define como nadie, se define a su alcance y en sus contradicciones
sofocantes; nada más elegante que la familia con sus harapos pero limpios,
su hambre selectiva, sus ganas de comer pero hace tiempo, su decencia imperturbable.

Seres que se arrastran por el cielo como siluetas fugaces. Espíritu es lo que dicen que persiste
después de la palabra. Sin libro que valga. La palabra desnuda de considerandos,
la palabra en estéreo, retransmitida en directo, estereotipada, dilapidada o lapidada a salivazos. El drama
avanza pues inmarcesible, la tragedia está caliente ahora. Hoy
puede morir un ángel en un pico de audiencia.

Héroes que buscan comida
desesperadamente. El pájaro es un lastre momentáneo, no se aclara, no admite réplica, es un poema perfecto.
Jordan no está por aquí. Estuvo. ¿Cuándo? Ayer estuvo y su voz
trágica y meticulosa se detuvo en el aire con un aire distinto, un garbo de voz alta, una altura en el tono,
su desapego valiente que volaba en el viento,
por el camino del viento.

Santos héroes, ¡tantos! La chica-milagro, descalza (no es Jordan, que no). Hacía falta un milagro
específico; un tratamiento ético infalible era lo deseable entonces para los jueces. Jueces herméticos que manoseaban
la Ley como entre cómplices, abusando del hecho.

Un tratamiento médico era esencial para el poeta, y eso lo pensó Jordan nada más oírle divagar
en verso (y verso demasiado abominable). Algo del shock, otra doctrina
para el paseo diario cuando llega la noche y las calles se convierten en un parque cruel, las estrellas pronostican
odio. Pero se lava las manos. Comprende que no hay futuro para ese clamor, esa metafísica
de parvulario que no rima ya ni con el eco y solo con la rabia prevalece.

Estaba Jordan en silencio y su épica (historia) desmentía mejor que muchas oraciones,
preguntaba mejor que el mismo dios, con más acierto.





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