relatos, apuntes literarios...

martes, 21 de junio de 2016

lazos familiares


Nadie es de la familia. Ocurre con los hijos de los dioses,
líderes que burlan leyes de leyenda (se libran del hospicio). La hermandad supone un vínculo ligero,
una huella rota sobre la arena del reloj. Hace tiempo que los muchachos
se hartaron de esperar en la frontera; ahora resulta que la frontera es un no-lugar. Y cada cueva del parque
tiene su dios atrabiliario, un senderista de la resolución de conflictos, un artista
de la putrefacción y el caos.

Tira piedras a su propio tejado con una honda bien calibrada: así es nuestro señor. Vuestra
señora, una presencia femenina que atemoriza y aguarda
emboscada en una zarza ausente, al límite vertical de una montaña de neumáticos. El suburbio ha engullido a la ciudad
con buen apetito. Dios es el chief que no se acobarda ante el incendio,
prepara un plato de judías y chisporrotea por todo lo alto. La familia, entonces, saca algo que llevarse a la boca,
se distrae. Durante años, las distracciones se contaban por funerales en el campo;
linchamientos articulados por jóvenes provistos de ideología y soga.

El parque es un reducto de buenas costumbres, falto de tensión racial desde que el arte
consiste en visionar vídeos de Ali sonriendo en la cima del mundo y los milagros proliferan como hongos
mágicos dispuestos a cambiar la vida de la gente.

Hay una vía de oficio que conduce a la casa encantada donde una dama
imparte lecciones de sabor, reparte besos sin esfuerzo alguno
y son sus labios de madera noble, de manera que apenas entreabiertos muestran su espléndido paisaje, su joya carmelita.
Un corazón sensible: Jordan lo posee, o se aqueja, delibera consigo sobre el alcance
furtivo, la leve dicha que antecede a la pena más cruda, su posesión tranquila del don, endiablado
talento para la confianza, ese triste ingenio que ama tanto como si fuera su último día, la última
cena en casa del ahorcado, la última cereza en el árbol del pan.

Jordan ha ascendido, rodeada de hermanas, al cielo que fecunda la colina, y allí ha recitado un verso inútil,
ha comprobado la perseverancia del viento, su longitud alada, la farsa de la lluvia que ondula
sus caderas ágiles. En su mano derecha, la paleta del sol,
surcada de colores intangibles, en los ojos la llama: su imagen oculta arrojada al vacío por un espejo ciego. 




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