Hacer un esfuerzo terrible. Oh, salir a perdonar, llevar encima
toneladas de amor. Querer-creer.
La herida no cicatriza, se puede leer en ella como en las revistas de
la sala de espera:
prosa de prospecto, crónicas de sociedad. El campo magnético del parque
tampoco ayuda al restablecimiento;
diversas corrientes –líquidas, eléctricas– susurran su letanía
instrumental por el dominio
del ángel más elocuente, allí donde no se aventuran las pandillas ni se
pierde el tiempo en extenuaciones.
La herida ofrece un candor característico, es un alma en proceso de
declamación,
se celebra desde ningún púlpito a la vista, pero los pájaros
silban y los árboles crecen en penumbra.
Reconoced, en confianza, que no os será posible absolver a vuestro
hermano, menos aún al extraño que se precipita,
discute y roba manzanas de la cesta común. ¿Y si tu hermana te roba el
corazón?
Así volvemos al punto de partida: Jordan asomada al balcón contemplando
un enjambre walseriano
o un bosque promiscuo (dulce encrucijada). Su vestido alumbra como una
sinrazón, un bucle
demasiado consciente de su diafragma epistolar, la voz antónima
que le sale de dentro cuando no tiene mucho que decir. Hay un gato
misántropo que alucina con los bordes del sombrero,
ríe con suma pulcritud literaria; algo de sangre demarcando la acera
equivocada.
El ángel es quien lee ahora (y siempre) porque conoce todas las lenguas
del destierro,
aunque para ello deba abrazar su sencilla humanidad. Es un poema que
rima con la muerte,
circunscrito a la bala que rasga la naturaleza del verbo,
parte de un cañón orgánico y atraviesa el espacio con irreprochable
lentitud.
Iba caminando por el distrito más seguro de la creación, como un niño
pequeño, una madre devastada.
El sonido no es anterior al impacto, es simultáneo:
en puridad, no hay sonido, sino trance, estómago y una pizca de dolor
que se agiganta.
Jordan llega corriendo, lleva encima veintiún gramos de amor, esa pequeña
roca que diluvia
sin tregua. Se hace cargo, se multiplica por la misericordia de este
mundo, tan sentimental como culpable,
y tabletea –como la ametralladora de Leonardo– una bendición artesanal.
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