Detrás del algodón hay un espacio en blanco.
Jordan consulta una gramática antigua; cerca de su hogar se levanta un
tronco
patibulario, con forma. Años ha, la soga fue elemento fundacional y
patriótico, su longitud variable recorría
el territorio haciendo muecas espantosas. Leyes
hubo que trataron de controlar el desafío de la naturaleza equívoca del
mal.
El alcohol dispara los nervios, los sentidos se embotan como sondas,
galileos perdidos en mares de sufrimiento,
otros mundos similares a éste, otros cuerpos arqueados, frutos
extraños que no es preciso recoger.
Su matemática de cuerpo entero dice que el trabajo debe continuar,
hasta el otoño
quizás, hasta la vida nueva o la tumba remota del poeta
feliz. El poeta murió sin entenderse, su cementerio es un punto en el
mapa de todos, un punto rojo como una flor
colgada en mitad de la calle.
Duelen más los espejos que la sangre;
la sangre es un poema que resbala solo hacia la soledad. Existe un
precio
exacto para esa violación, pero es mejor dejar que pase el tiempo
–llámalo instante–. Y acabarse la cena
aunque no haya apetito; irse al cine a ver un amanecer
sin estandartes. La felicidad tiende a zozobrar como si fuera la
extrañeza misma.
Detrás del algodón hay una fórmula para ganarse la vida.
La gente viene de muy lejos con intención de ver los árboles y no las
olas. Es posible vivir del sudor y la rabia,
cosechar estaciones hambrientas. No importa que suba la fiebre
porque la música sale al paso de cualquier imprevisto.
Maya dice que detrás del algodón está el acero, los relámpagos,
que siempre se desata una tormenta
cuando la gente llega de muy lejos y trata de vivir sin ataduras. Pero
todo es un sueño: no hay un espacio en blanco,
es una tumba.
Matt Black |
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