Entra en la oscuridad, recta hacia la barbarie; sus pasos adecúan el ritmo
a la necesidad de un plan
destinado al espanto, la traza histórica de la redención.
Cautelosamente,
se adentra en el espacio a ojos ciegas, con los dedos extendidos tantea
el egoísmo de la bruma, su pasmosa
determinación. Hay una luz al fondo de la vida, se ve
rodeada de sangre, almas palpitantes, brújulas. La cruz todo lo señala:
una cadena
montañosa, un vértice, el sucio terreno de las fotografías. Años
treinta, era más fácil morirse y acceder
a la soberana claridad de los recuerdos. Años veinte, el nuevo tomo de
la enciclopedia
resume el siglo. Otra gramática es posible. Jordan lo sabe y lo
comenta, estipula sus graduaciones, refuerza los puntos comatosos.
En la niebla, otra hierba
hay. Que disiente del mato grosso inicial y sus diatribas
como de las praderas del búfalo comanche. Se puede pisar, se puede comer,
su aroma remite a la salvación de los rehenes,
la disección del reino. Ligera como el terciopelo que protege los
nidos, sin ayuda,
alígera en alguna fase de su corazón, respirando el cociente del
aliento divino, su balada.
Qué ingenua, el cofre contenía un pergamino huérfano, enrollado en su
propio
contexto: indescifrable. Era para sentir el mensaje y sus
contradicciones; distintos niveles de significado
para darse de bruces contra un grupo de silencio.
Como ella tiene sus preferencias, espera el bus taconeando un poco,
fuma y suspira
con tenebrosa eficacia. Aduce una ética que frunce su paraguas antes de
que se eche a llover. El agua forma un manantial
hermético. Pasan por el monumento al iris y tuercen la avenida que no
tiene lugar; llegan al convento
donde ronca el diablo vestido de azabache. No hay problema: no existe
esa especie de infierno que se busca
en la materia exótica, ese grumo o rumor que anima tanto a los
esqueletos al baile,
afila los tentáculos, tiende la mano como quien recoge el guante, se
bate y muere.
Mediocridad y falsas intenciones. No puede ser la misma canción
–himno inclemente–, no puede ser que asomado al balcón se encuentre el
mismo gang de la autopista,
el tirador de Dallas o su viaje al pasado. El tiempo apremia,
apelmazado,
Jordan insiste en diezmarse al cruzar la eternidad, da un bocado
demasiado grande al paraíso y los espíritus
riman su osadía, se la rifan con odio, que es una forma atroz de
enamorarse un poco. El aire queda
atrás, como una semana de vacaciones;
luego, comienza el incendio –dicen los ángeles: donde lo habíamos
dejado.
Matt Black |
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