En un alarde de prudencia, actitud y respeto,
buena praxis, la bestia ha reculado, se retira a sus cuarteles de
ingenio, muy disgustada. Digno animal,
tal vez inquieto por el aura de bondad distribuida, casi
imperante, que friega las aceras y envuelve el pesimismo en papel de
aluminio, consigue
burlar la funesta noticia que adormece madrugadas insomnes
y crea un muro de opinión contra el que choca la tozuda realidad.
De nuevo salen a corretear las niñas de las casas encantadas, los
maestros
se ocupan de sus aulas modernas, sus lecturas ingentes (oh, Trilogía de
Deptford), su piedad mal entendida. Jordan
prefiere el hogar con todas sus ventajas; allí
lee la gran novela californiana, el extenso poema que nadie ha escrito
para ella. Se afana
entre páginas y luces de neón asilvestrado, frentes de guerra
y audaces vestigios de una lucha común. A su lado, Gris asiente porque ya
es hora de cenar.
Siempre es hora de. Hoy las campanas tocan ayuno con un repique
inescrutable y faltón; el policía del barrio esconde
un dónut gigante entre los pliegues de su camisa de fuerza, donde
guarda el sholem
y la cachiporra del guiñol (por si las hostias). Es lógico que el
idioma se rebele,
frunza su talento, airee una manera de suplir el vicio del instante, la
repetición, ¡este idioma en el disparadero!
Líquido como su nombre indica, transitorio hasta la pulcritud
extrema que se diversifica en torrentes pletóricos, refuerzos
clásicos y otras insensateces más reconfortantes.
Jordan recita sin mirar por encima del hombro, asimila
trenes de significado con un pestañeo aleve, dona kilos de alimento a
la bibliografía del espacio: le sobra tiempo,
pero no se confiesa. Ha anulado su representación y los chicos
cabriolean, se cabrean, arden en una pira irregular de juramentos y hamburguesas
pasadas de fiesta; el cuerpo de la verdad se les resiste, adopta, pues,
formas serpenteantes, difusas e incontables.
Conforme a la historia, los ángeles pueblan el destino –norte a sur de
su victoria–, labran firmes soliloquios,
obran famosos actos de amor. Fallidos actos de amor, como la nostalgia
que sanciona los pecados
capitales del verbo, urbes habitadas por una multitud de traductores.
Este ángel
en concreto se dobla la edad, participa del miedo, sirve al eco del
poema con eficacia y rigor,
es tan bella como una primavera en la memoria, con sus abejas reinas
y su pudding de cerezas importado. Y todavía lleva plumas en el pelo.
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