En otra época también; el mismo truco de disimular el alma. Labrarse tanta
fama en el árbol de la noche
como para que pase el tiempo y la devore. Cometer mil robos de tristeza
en el nombre del rey;
¡ah!, siempre en guerra, depositando flores sobre tumbas
inocentes, rosas de cualquier color dañado por el humo. El parque no es
que sea distinto, igualmente se libera del rocío,
del mismo modo vuela con la escarcha, disfruta de las horas muertas
junto al lodo del estanque,
arde en la metáfora de su consunción. Y, no obstante, duele mirar al
cielo los días de lluvia,
se echan de menos el reposo, la blanda soledad
acumulada en la roca, el mudo concierto de la naturaleza. Los niños
juegan, con sus risas y sus correrías rompen el sosiego
profundo de la hierba ácida, los pájaros revolotean y desvelan los
secretos del bosque con obstinada soltura,
brillan los insectos antes de morir a la luz radial del mediodía.
Su vestido largo, las mangas delicadas, hechas al detalle, el escote
inicial, dado de sí en la mirada del viento,
las piernas doblemente cargadas de misterio. El cielo ha comenzado a aceptar
su desarraigo.
En el claro de luna, en medio del espacio que se agita, Jordan
roza una palabra de amor, finge una palabra de amor para el destierro,
recorre la piel de la tormenta
con los ojos cerrados.
Su pureza, tan lejana del arte. Dedicada a la monotonía de ser bella,
sola ante el escalofrío del recuerdo,
concernida por todas las campanas, todos los besos. En busca del verso
decadente que ponga precio
a su destino, que trace la silueta de su ausencia con gotas de carmín,
el llanto azul
de la desesperanza, la esmeralda de la contradicción. Ella, que ha
llegado hasta dónde, ha viajado con una maleta
rota y un pasado constante, impelida al exilio de su boca, encarcelada
en el húmedo filo de sus labios,
dolorosa. Como una virgen entre los niños del parque, una virgen entre
los sueños de la pintura abstracta y sus motivos,
una sola virtud para resumir el mundo, un solo poema para despertar al
genio que dormita.
Cuánta risa, Jordan, cuánta vida. Cómo rugen las astillas del silencio,
se comportan los ojos, acostumbrados a su oficio de ceguera. El
desaliento, así, ha resuelto convertirse en dogma,
se ha normalizado hasta el último estertor de la idea fecunda. Acero en
la garganta,
grilletes en el pecho que debilita su mágica firma; la música aduce su
enfermedad
del sueño, el piano es tan dulce que parece una flor sin monumento, un
escape de fatiga. En los salones
brillan arañas de mil aristas rubias, los pies sepultan el tamaño del
cuerpo
y las conversaciones forman un alud combinatorio. Nada desluce la facilidad
del instante,
ni siquiera los perros afectados que encandilan el monte con su asma,
la presa dulce que ha perdido su esencia entre tanta siembra de
misericordia.
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