Hiedra constante nevada, una corona de espinas; donde ayer el
cementerio
cobijaba los huesos y exhalaba un aroma de día de difuntos, la clase de
domingo que se usa
y se tira. Pones un pie y el alma se te llena de cadáveres. No hay
profesión
ahora, ningún hombre deja caer el mito sobre la tierra dócil.
El camposanto era un lugar tan fácil para saber el nombre de la vida,
empaparse de sumisión y certidumbre; tomar notas, dibujar a pulso un
orbe matemático
pleno de ángulos muertos.
Siglos que mueren en silencio
(nunca-jamás). Entras en el cementerio, pones un pie
y el cuervo cierra el pico, las cruces, en ascenso, saltan y forman una
corona de espinas. No hay presión
sobre los ataúdes: a la vista, abiertos como un after-hours. La cadena
de oro,
todo el oro, joyas y virtudes, arramblaron con la bisutería y el cielo
colorado, ¡qué promiscuidad!
Cruzas el torno y te ticketean, ¡adentro! No es una entrada cualquiera,
parece la antesala de una catedral
sideral, bien conservada, abulta como un palacio de buckingham, un
escorial sobredimensionado, la entrada mística
de central park. Siempre una pareja de gorriones, un millar de abejas,
su talento para la noticia: ¡aquí se fuma!
La tristeza está delante, pende de la memoria,
está tan cerca que resplandece de pena; es preciso adecuarse a
esta niebla tenaz
causada por el llanto reprimido, esta ausencia de grito que retumba dos
metros bajo el suelo; una miseria
conceptual ha invadido los gustos de la mayoría, sirve a una prosa
fondona, a una poesía
destilada, más bruta que antes.
Vamos a fumar. Y Jordan la primera, cogiendo sitio en el anfiteatro.
Qué triste esta manera de correr
sorteando lápidas, ¡ah!, por encima del mármol que despide su veta
tenebrosa, su manual
de la energía y el decoro.
Un panteón sublime. Las armas en la mesa
y una oración. El arte ha declarado su fortuna entre ladrones. La
música es parte del asedio, el ariete perfecto
que ha tumbado la quinta dimensión con el esfuerzo de sus bases. Hoy,
un viento incesante
que no levanta el velo de los novios, la falda de la luna, el dulce
secreto de la consternación.
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