Prohibieron pintar a los pintores y luego requisaron los cuadros
invisibles; más de doscientos
psicólogos para tratar ese desorden en concreto.
En la antigüedad, los artistas vivían como dios,
prietos en la carcoma de su inexistencia. Ahora viven como dios; y en
los muros de la patria se escucha
un grito: nolite te bastardes carborundorum. Es la verdad. El
arte se ha puesto
morrocotudo, de morros, pues, abunda como una plaga.
Ahora es mejor darse uno mismo la extremaunción (lo que está
permitido). Los barracones
son imaginarios o de juguete, solo parecen barracones vistos desde una
distancia insoportable, híbridos de tierra y cielo,
torres de pan negro. El café ha caído del cielo, el profeta se apunta
un tanto.
Todos los profetas se apellidan igual, todos se llaman Jesús de N. La
realidad es un incordio
porque aguanta, se reproduce y muere.
Hasta Jordan chapurrea el español, dice: te amo,
tal vez lo intenta desde algún cobertizo bajo el mismo árbol, se la
entiende mejor
que ayer. Cada vez ama mejor (y eso lo nota el poema). Incluso el poeta
se ha bajado del árbol para oírte mejor. Luego
se le olvida el mundo.
Hay poetas que lo llaman rap, lo llamarían rap y saldrían corriendo.
Las prohibiciones llegan por sorpresa, son de no creerlo.
Unos dicen que increíble. Otros callan por la calle de la amargura. Las
chicas ya no saben
de fiestas; consultan el oráculo antes de fichar en la fábrica de chocolate.
Para entrar a trabajar en la fábrica es necesario hablar varios
idiomas. La explotación
viene de lejos. Siempre te pueden despedir en chino mandarín
(o en latín de barrio, ¡nolite te bastardes…!). Cuando Jordan no
puede cantar porque está prohibido, se sorprende,
se lo toma a mal. Todavía puede besar, pero no encuentra el verso ad
hoc.
Lágrimas desnaturalizadas recorren el rostro de la primavera;
junto a la cruz gamada, los chavales han pintado un vómito gigante que
se reproduce,
aguanta. Al pasar por ciertas calles principales aún pueden escucharse
los lamentos de los detenidos, oh, hacinados
en aquellas habitaciones enormes.
Las promesas incuban tal melancolía; ya ni el teléfono arranca
novedades de humo; las chicas
posan con sus ombligos vírgenes, sus trenzas verticales, y todas las
madres se alejan. Esto contaban
los cuadros invisibles.
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