Barcos, trenes. La fatalidad de los medios de transporte. Bajo la misma
luz, la misma sombra
amada, vociferante de los años perdidos, bajo esa molesta razón, esa
transparencia imposible. La vida sin sentido
de las cosas que se pierden, las personas que faltan. Oh, el destino
guarda la belleza de los párpados
hundidos, rezuma santidad, como la sangre.
Tal vez el aire sea una pared de hierba que separa, una membrana verde
humo, verde niebla,
verde separación; y cuántos grados aíslan el pequeño corazón de la
princesa, lo despojan de fe. Quién
se atreve a cometer el mismo pecado, el más reciente, el único; quién
desencadena la tragedia sobre el roto
corazón de la princesa, quién absorbe la dulzura de su alma con
deleite, quién fracasa frente a los ojos cerrados de la noche,
ante el crepúsculo y su garganta leve, ante el mundo que existe solo
para anotar el sórdido recorrido
de una idea perversa.
Ahora que no hay ruedas ni motores, ni viento que atenúe la resistencia
de la atmósfera, ni prisa por llegar a la alameda,
con sus rosas tendidas en el patio celeste y su fuente armónica que
seduce a las abejas, su miríada de gorriones
obreros, su navidad de palomas enlutadas, su momento, en una palabra; cuando
sorprende la noticia segura
de una migración autorizada, artística como la dimensión de un beso: ahora
que los dioses miran hacia arriba.
Termina el viaje. Las ruinas de unos huesos que chocan con la carne,
las ruinas de un recuerdo que choca con la muerte,
una ciudad reducida a escombros, impregnada de olvido y fosas de
algodón, sillas ajenas, camas desnudas
sin refugio ni escarcha. Gente que se ausenta de su espíritu, niños que
se arrojan al vacío,
vómitos y encías inflamadas de espanto. En la hierba, una explosión de
insectos, una formación de cuerpos
rígidos. Reos de uniforme, chicas con camisa de rayas, lobos con cara
de sacerdotes impíos, larvas y la meritocracia
del escándalo, aristócratas de nombre teatral. Chicos con camisas
pardas, azules, arrimados al vértigo lascivo de una época.
A su favor: Jordan no ha nacido todavía. Aún no está en la lista. Nadie
entra en su casa de madrugada
derribándolo todo como una potestad enfurecida y salvaje. Ella consta
en el limbo averiguando su próxima llegada,
mezclada con los ángeles y las imperfecciones del tiempo, esclava
únicamente de su llanto. Lo que el miedo significa
sigue en la penumbra de una materia desgastada, pero novísima como una luz
armada desde dentro.
Nunca los trenes habían topado con un muro gigante, nunca los barcos habían
naufragado en la ciénaga dulce de la justicia
poética, nunca hasta entonces un poeta había sido visto en la proa de
un sueño, ningún poeta había ondeado la bandera
gris de la propiedad, el emblema sagrado del odio. En su contra: los
hombres se repiten, no la historia; y el amor
es un arma cargada de nostalgia y no de libertad.
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