Desear un rapto de silencio, brotar como un presidio de las entrañas del
hierro,
estar solo en el patio, solo en el campo, contando una estación de
margaritas, una plétora de cándidos cipreses
obligados a su máxima entereza.
En el campo, la vida se reduce al espectáculo de ser; los sonidos son
portadores de una música
intermitente, cada uno de ellos responde a una sanación, un egoísmo.
Las rosas encadenan una serie de rimas,
se muestran impertérritas ante la sangre que confluye en un río triste
animado por el sol. La luz,
a grandes rasgos, ilumina el estreno como un director de fotografía
aficionado. El punto y seguido del momento se cronifica a partir de la
séptima ronda de cerveza; el humo es parte de la magia,
pero no todo su acervo, es una trampa en manos de los ojos,
un vehículo para el desánimo oficial.
Donde no existe territorio, ni hay casas a la vista de ningún
observador formal, ni universo
que valga. ¡Ni mundo entre las sienes! Donde no hay mundo que llevarse
a la boca y el hambre mide la anchura de las ruinas,
saltar deviene un deporte correoso. En la copa del árbol se filosofa
contra la naturaleza –como es natural–
(aunque recientes descubrimientos arqueológicos hayan dictaminado que
Seinfeld era negro, por parte de madre, en realidad).
Pero la realidad está a dos cañones de una entelequia, o a dos misiles
de crucero
y un Nagasaki amateur. Qué caravana de tanques recorre el desierto
allanando las dunas, levantando torres petrolíferas,
ocluyendo el misterio matinal con una dimensión de negritud constante:
en los anaqueles del soul,
un visitante esporádico. Digamos que una tienda de vinilos en el centro
es una buena decisión empresarial,
un buen negocio minoritario, con su nicho de mercado y su lecho postal.
Digamos que el presente es un yermo
desolado y funesto, que el estado actual de los eventos verificables se
refiere próximo al cero
absoluto de las emociones.
Hay un abstracto incluso en el lenguaje, cubismo léxico que redondea
las expresiones, una robusta
economía relacionada con la física. Jordan viene corriendo y no dice
nada en todas direcciones,
tras ella, el amor se sirve de un cupido vanidoso, un angelote racista
emplumado y embreado como en un western
decadente protagonizado por un remoto doble de Clint E.
La sangre llega al río, que es un río de cuerpo alicaído, llevado en
volandas por la claridad repentina
repetida un mar de veces, un mar de voces en el eco abisal de los
espacios abiertos, el rumor de las montañas abrazadas por la niebla.
Y vuelve a desear un sello de cumpleaños la cautiva tarde, agarrada
con un índice prodigioso a su palabra trágica.
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