Se trata de una renuncia
tras otra. No es un concurso ni una forma de ganarse la vida. La sangre,
en el poema, parece procesada, memorizada por una tarjeta Nvidia GeForce.
El sufrimiento
conoce solamente la alegría, el hambre, la saciedad y el gusto.
Se trata de un demérito, una ilusión
post mortem; un trabajo en el andamio y no en el estudio con vistas al
murmullo luminoso
del centro-comercial. El llanto, en el poema,
se mezcla con las gotas de bourbon y la baba cretina del pastel.
Dosificarse es de gran ayuda; la droga es de gran ayuda. La droga
ayuda hasta que se lanza cuesta abajo como una canica mellada por el
terraplén del gua. El impacto astronómico,
irónico, hipotético contra la manera de ser del cemento armado
o la serenidad aérea de la roca.
Dicen que este es el límite –donde la hierba roza la sombra de un
ciprés en llamas–
de la literatura. No es digno disfrutar entonces de la maternidad
y su encanto, de la paternidad y su molicie atronadora. Hay que roer la
sagrada existencia
con una sonrisa en el estómago.
En el poema, todo sirve al propósito de la inmensidad, cada verso es un
gran desfiladero –qué
intrascendente. Y las muchachas que salen a pasear no ayudan,
ni sus manos blancas siembran auxiliadoras ni sus claros vestidos
debilitan el nervio de la noche
profana; solo son briznas perfumadas de fuego
sobre el papel y, acaso, en la palabra.
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