Cuando
el silencio es un momento antes del silencio, antes de toda
posibilidad,
algo antes de que los lagos, las lagunas, las montañas, los alces, las
pantallas infinitas
que
velan el curso de la Luna, en el instante
anterior,
anteriormente, apenas con un segundo de antelación, casi al mismo tiempo, pero
no, algo antes
de que
el silencio fuera
eco,
nombre, fuga, revelación revolución, forma en el aire, en el viento, en el
cuerpo
cercado
por los años y en los huesos rehechos en pedazos de lluvia, en el tambor de la
conciencia.
Y la
belleza, en el instante anterior a la belleza, cuando la belleza es solo
muerte.
Las
palabras juran fidelidad a la palabra, prestan
juramento
frente a un crucifijo amanerado, ya morado, del que brotan surtidores de
sangre, pústulas y anatemas,
se
postran dignamente ante la crucifixión del verbo, rehúsan el significado y
permanecen
abrevando
en el signo, en la tecla del teclado maternal.
Ella no
ha dicho ¡silencio! para no
acribillar el espacio sutil, lleno de fuerza débil y sonido,
microondas
incapaces de levitar como el humo o la fantasía. Aunque no lo quisiera, la mudez
de la naturaleza es natural:
el
carácter natural del espantapájaros, moderno y green como una mañana de mayo,
verde
como un semáforo en rojo o una dinastía samurái.
No vaya
a decir fuego, nombrarlo es un
peligro, un éxito, es un pecado previo a su formulación real,
previo
a la realidad de su filiación inoportuna; no vaya a decir sangre, porque el fuego protege, es un invento
crucial.
Cuando el fuego es algo anterior al incendio desatado
en los
bosques autóctonos de Montana (cuánta brujería); cuando el aire
anda
detrás del aire haciéndole la burla. Y la belleza
es solo
un momento antes de la belleza, y la muerte es un momento después de aquel
primer aliento,
algo
antes de los libros, las estrellas, los techos bajos y las primaveras
puestas
a secar en el poema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario