Y la
belleza fluye –se autodestruye– a campo
abierto,
se abre,
desnuda su hermetismo y agasaja los sentidos más pobres. El Ángel no es de este
mundo,
ajena se
muestra y revolotea ignota,
asciende
como un sucio pájaro de mil corazones, tan manchada de sangre,
ser
oscuro, hija de la tempestad.
No se
advierte, es de todo punto
innecesario,
es evidente también: la poesía rechaza la interpretación del poeta, su
exégesis,
obvia su
propósito, ah, lo encuentra indigesto y presuntuoso. La poesía es para los
demás,
no para
el poeta, porque el poeta ha visto y reconoce la soberbia tiranía del beso, el
altruismo obsceno de la maldad
omnipotente:
ha disentido de un alma, abiertamente.
Alma es carne en acción, es verbo y es un salto
ideal hacia lo desvanecido;
alma es trance y garabato, verso sin acento,
verso blanco, inverso, desbaratado verso,
universo a través, océano de garras y
mordiscos, espacio en balde –sauna detrás del Paraíso.
Un Ángel
no tiene nombre (ni espíritu), el suyo es un ritmo de reloj o estrella, una
línea
disuelta
en la inmensidad del sueño, es tiempo en la memoria, niñez, silbo entre
jilgueros ausentes, es una flor
infinita.
Decidlo por primera vez y como nunca, llamadla por su imagen reflejada en el
cielo,
esperad la
epifanía o el regalo; pues su belleza confisca la realidad, acude al rescate
del diamante,
es un
cofre de magia natural, un árbol.
La
verdad es tan dulce como un gramo de hierba, una molécula de humo
en la
nariz. El poeta, tan mustio, derivado de un antes y un después, atrapado en su promesa
de hielo,
oh, contagioso
y formidable retiro.
Dejamos
los nombres, las personas, las mesas y los capiteles, las uvas y el placer. Dejamos
de obrarnos,
forjamos
la carencia, avivamos el descenso, la precariedad del músculo, instauramos una
república
de
obreros sin trabajo que hacer, un espejismo sin genio que lo aumente, un mundo
lleno de soledad,
tan
hermoso como la sombra de lo que no pudo ser y no fue.
Amy Sherald |
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