relatos, apuntes literarios...

sábado, 2 de febrero de 2019

física particular


Se robotiza el Parque, se robotiza;
lo dicen los diagramas, lo cosifican y lo muestran
(des)dibujado y conforme. Así los pájaros irrumpen como drones ambarinos,
desinflados de volumen aéreo, las moscas se volatilizan entre vuelo y vuelo: es que están
programadas para la obsolescencia congénita. Dios ha diseñado la naturaleza con poca inteligencia,
y los físicos de partículas lo saben.

El Parque es un lugar natural, obsoleto pues. Puedes oír un recitado
semiautomático, murmuraciones sobre Keats, sobre otros autores reciclables, puedes recrear una estoica calle
romana, puedes, incluso, saborear los placeres oscuros de la muerte en un portal arruinado,
como un inmigrante ilegal.

Trances, espejismos, molestias inacabables de estar vivo, gajes del desamor,
ese oficio a medias de no ser; si las metáforas aquí no sirven de mucho, se desmigajan en sus probabilidades, su falsedad
proverbial. Encontrarás un camino donde dar una patada al poema como si fuera una piedra,
fisgarás entre bastidores y reinos, kamikaze de los sueños, so beautiful.

Porque la poesía. Se da un aire al Paraíso, no al Parnaso, es un ente
vegetativo (además), confiere un aura, informa una dimensión alternativa, no una dimensión matemática,
algo como el agujero torpe de Alicia, el batiburrillo
surrealista de París, la monda simultánea de la ciudad y la ciudad.

Delgados como lobos, los poetas superan el obstáculo privado (es la necesidad), el tratado
marxista obligatorio; la coincidencia expresiva es un obstáculo
público, en público se dirimen los versos con su Jeremic incorporado y su galimatías procesal, profesoral, uniforme y
¡unánime! como un alma que son todas las almas, que es un coro de querubines monacales
y es una humanidad desenterrada.

Ahora viene el entierro de la realidad. El Parque es una tumba real y fotogénica, nada más
que un verde prado, el campo que ya no se resiste a aparecer con toda su forma y sin camuflaje,
sometido a un alba que se dulcifica en el instante en que apura el horizonte y comienza a contar los segundos
que le restan para morir de pie.


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