Leer de nuevo ‘Las palomas emprenden el vuelo’
y enamorarse un poco (otra vez), como si el cielo comprendiera
por un instante
cómo es el cielo (otra vez).
Es tan fácil simpatizar con el amor, desenrollar el
alma hacia la altura,
simular un infinito agradecimiento y darse –imbuidos
de gracia y compromiso. Para hoy: simpatía por el árbol,
goma de mascar y algoritmos de un porcentaje
interior.
El
alma se complica la existencia
al nacer, es ver la cruda luz que no se ve, su
propia luz que ya no existe (y no se ve). La sombra
incide –probable alboroto–, penetra por el hueco de
la cerradura,
suscita el entusiasmo del cristal
y la madera.
Por una sonrisa, un milagro, un destierro en el
abismo de la fe; la diáspora se mimetiza,
oculta sus anteojos, sus cerrojos, su mirada
y su llanto, muestra datos arqueológicos, obscenos
minerales, piedra sobre piedra; quema todo lo que puede,
todo lo que le sobra del aire, lo que podría delatar
su movimiento.
Arde París cada vez que una lágrima
completa la estructura de la tierra, se obliga a ser
parte de un río de lágrimas que desemboca en silencio.
Tanto amor
inunda. Una sonrisa que inunda el cielo de los ojos;
escribir un poema y dejarlo encima de la mesa,
como al descuido, olvidarlo en el ascensor, en un
banco del parque, en la panadería,
en una nadería y en la nada más estrecha (junto al
mar), recordar su puesta en escena, aquel esbozo literario, su trama
milagrosa, cómo surge –porque surge– del tiempo que muere y resucita,
forma que muere y resucita, que emprende el vuelo
y se enamora también.
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