Dudas antiguas baten el cenit del horizonte, el
Ángel las evita con espanto, su puesto de observadora en juego,
en el aire, sus alas puestas a sanar. Un ejército de
alas –no es lo mismo que decir. Una escuadra de abejitas
tímidas, inocentes y pacíficos insectos
bien organizados que levantan un monasterio varios metros
sobre el nivel del cielo
hasta transmutarlo en manicomio, palíndromo de
celdas acolchadas, melindrosas celdas
colmeneras donde recibir jugoso tratamiento (doscientos
psicólogos tiritando, espiando por el ojo de la cerradura
o por debajo de la puerta falsa). Profesionales
metidos a presión en el armario ropero, grupos sin
religión y sin grandeza.
Cierta nobleza que atosiga, entumece como la
adormidera molida; en el campo siempre ocurre un campo diferente,
hay una línea recta y solo una por la que puede
discurrir la vía muerta, raíles
inoperantes pero vigorosos, franquicias del pasado.
Ella ha puesto a secar sus noches rubias, obligada
como está al despilfarro del ego, a su nomenclatura,
compelida al atributo exógeno y la modernidad,
sitiada por el versículo primero –tan inexacto.
Surgirá entre las flores su tobillo emergente, su
pierna continua y maternal, desde allí escucharás su murmullo fraterno. Debes
distinguir su odio, la miniatura del odio que
transpira. Conocer su amor supone referir un episodio risueño,
una moderación del propio espacio (que no se
contorsiona más).
Su retórica amorosa se retuerce, amoral y privada, como
una serpiente magnífica, es un paraíso en ciernes
que sanciona la construcción de lo inevitable, un
poema furioso que se demora en la dulzura del hielo. Se adivinan sus ojos,
limpios como dos soles en Orión, azules como el
vértigo, negros como su oficio de miseria,
su raza que intimida, la lenta profecía que armoniza
su llanto.
Así se formula la muerte, llegan los párpados a
sumergirse en la profundidad de un lago de espuma, en las arenas rojas
de un tiempo que dispara con arcos de nostalgia.
Poesía para quién. El alma de pronto se muestra en
todo su raquítico esplendor,
diferida y eterna como una mariposa lúgubre. Los
colores del arte no son suficientes para concebir la salvación
ni otear el futuro; forma que se precipita con
alguna belleza, algún desasosiego,
que se nos abalanza y no
nos permite ya morir de pie. Nos habla de una sombra volcada en la raíz del
horizonte.
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