Quién se conformaría con ser siquiera amado, tal vez; habrá quien se conforme con no ser repudiado
como un juguete roto, con ser acariciado por los
dedos tenaces, tímidos de la distancia, abrazado por una sonrisa
demasiado breve. Esto es el amor, seducción
redondeada por el ánimo y la literatura. Cuando
el arte se atraviesa en el camino del amor, en la
senda descarnada, dura y física de la necesidad y el pensamiento
cede ante el bárbaro knock out del tiempo que
discurre y se evapora, aun permanente y nítido, se desintegra
en la metáfora y el movimiento alegre del vacío
perfecto.
Estas son las ciudades, sinónimos del arte, obras entregadas
y dispares, obras genuinas,
lienzos gigantescos iluminados desde cualquier
rincón de la conciencia; oh, naturaleza ausente, foto fija de un rapto
sentimental, de una ilusión volteada, saboteada por
el orden.
Quién se conforma con ser reflejo de un perfil pesado, frase incómoda, metro
itinerante. Con igualar el vértigo de una piel
específica. Ah, Jordan ha prefabricado un beso y lo lleva en el bolsillo
izquierdo de los labios, en el bolso de atrás del
corazón; su detalle es magnífico, labrado con elegancia y fuelle,
rígido y picante como una concertina, eléctrico
hasta el molde del ballet y su figura tenaz.
Verde en el vergel cetrino y su menstruación
selvática, su vómito tropical. Hay enfermedades como el amor,
tan contagiosas como el fuego, libres como el humo
que arrebata las ganas de vivir, interrumpe la respiración y el sueño;
dicen que en el Parque quedan vestigios tristes de
una obra de arte llamada ciudad, que hay caminos rectos, anchos caminos
horizontales que acaban junto al horizonte,
callejones herméticos entre ruinas divididas y árboles desmayados; un epílogo
en toda regla, una extraña relación de atrocidades y
vuelos interiores.
El Ángel ha decidido, su mazo ha golpeado la mesa
como en un juicio masivo y simultáneo,
en una procesión autorizada de autómatas del debate
y la reacción en cadena, pájaros atormentados por la lluvia
inclemente, drones y unidades de desinfección; y el
amor ha salido despedido de su cubículo administrativo
a toda velocidad, con la inercia de la sangre que
planea sobre las potestades y sus lujos, con el séquito
almendrado de la eternidad pisándole los talones.
Frente a su musculatura aérea, se ha postrado una legión
de maniquíes, una fila de artistas auxiliares, una
partida humilde de poetas sin marca.
Quién se conformaría con ser único, divino acaso
como un loco de atar.
Pero los gestos sirven para algo, las manos se divierten,
las piernas amplían la perspectiva del verbo. Donde
hay correspondencia, existe una posibilidad, quizá
modesta, de que la noche sirva para algo, y las estrellas
giren su cuello hacia el espacio errante, hacia la sombra lívida del alma equivocada.
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