Leer un canto rodado,
leerse la noche hasta caer dormido,
como en un libro abierto
por la página 100. Al llegar a la página
666 algo
se estremece; es mejor no leer libros tan extensos, es preferible
descontarse leyendo algún
letrero iconoclasta, algún reclamo judicial, incluso alguna marca
de refresco.
Leemos algo triste, como
en el colegio,
arrimamos el ascua a la
obra maestra, cooperamos con nuestr@s herman@s en las letras,
sisters with voices. Hay
un libro abierto por la página 665, cerca de condenarse; el poema ha llegado
a su anticlímax
precisamente ahora
que se lee despacio y se
recita con tradicional mesura (se atraganta). También un gato
reclama su cuota de
protagonismo literario (se mete en una caja y a saber).
Las chicas rebañan el
plato con unas bases explosivas, son DJ’s a la deriva,
espíritus en alza, son
las comandantes del invernadero, gente
fija e irreconciliable,
capaces de matar por una flor.
Suena el hop. Borrachos
y pasteles de cumpleaños que nunca llegarán a su destinatario; los restos
de un pastel de
cumpleaños han salido en la contraportada del último
fanzine crepuscular. El
hop acelera su infortunio, regala la finura de un revoloteo,
suda su cláusula como
una enredadera.
Incluso en el centro
penitenciario se llega a la página 600. Se formula un recurso
comedido. En la cárcel
se vive de lujo, las balas pierden fuerza al cruzar el patio, ese estudio
panóptico de la realidad
confunde a los extraños.
Tenemos una biblioteca
intachable, contamos con
Chabon y con Roth y un húmedo rincón para el espejo. Velamos
nuestras armas con la
estupefacción trazada en la pizarra
olímpica del aula magna.
Si la página manda, se para de leer; si se acerca
a ese número, se paran
los relojes del infierno.
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