Destiny observa un
cuadro desde la lejanía
de sus miles de años de
edad, desdeña la retórica del especialista,
enarca una ceja, sacude
las alas, retiene un cañón de espacio en su memoria.
Antes se escribían miles
de palabras al respecto. La pintura
era empapelada,
descascarillada, hormigonada con miles de palabras
comprometidas con la
sabiduría y el escudo de la facultad. Ahora hay un traductor
simultáneo que depura la
hemorragia
histórica y consigue
formas comprensibles.
Ah, la verdad es
terriblemente complicada –dijo el mentiroso compulsivo. Destiny se frota
el talón de Aquiles,
conversa consigo misma vía espejo, vía
láctea, vía oracular.
Resulta que Alycia es un
personaje
interactivo, lo mismo
congenia con una gólem neoyorquina que asesora a un viral sobre
aritmética viral o
gramática parda; lo mismo se asoma a un agujero de gusano
que aplasta a un gusano
con la suela inmaculada de su zapato de charol.
Mirar un cuadro es
reconocerse en la mirada, meterse el cuadro por los ojos,
distanciarse del
pensamiento y recelar.
La fotografía tiene todas
las de perder. El árbol, la pared, el edificio
hopperiano, exigen la
rudeza del pincel frente a la economía del flash. Objetos
abonados a la
hiperrealidad y sus apariciones, objetos
redundantes, bien
pensados.
Destiny ha visto la luz,
la pintura resbala
por sus pupilas de
marioneta, qué luz de luna estruja su espíritu de conquista; es un cuadro
que habla del futuro con
miles de palabras: es tan extraño.
Destiny |
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