Atender a la vida, prestarle atención,
reconocerla entre la multitud, entre la tempestad de
convicciones,
sorber un litro de vida, grafitearla en la pared con un
espray caducado (huir luego
como si fuera un crimen).
La vida es un despropósito, una exageración,
un despilfarro de vida; desde el nacimiento a las composiciones
de lugar, los clínics
sucesivos y enervantes, las posibilidades.
Nada es posible. Es una evidencia, lo obvio
termina por hacerse con el poder. Cosas obvias como la
música
central, el sonido auténtico (y otros automatismos).
Cosas importantes
como la literatura del canal, el asintomatismo y la
celeridad.
Es este escándalo de las aceras
curvas y semienterradas, de los pasos cercanos y su eco
mineral, animal, surtido; en esta claridad cercenada, bajo
este sol a destajo, tan infravalorado.
Tenemos el verbo que sube por la pared como un insecto
laborioso y tenaz; tenemos el predicado que renuncia a la
salvación, sabemos
que la cerveza es la única salida, el camino
correcto.
Hemos nacido
en la mediocridad, a la mediocridad, nuestros ojos
fantasean una vida molesta, menos nítida, menos
consecuente. Nuestros
ojos abultan, retienen una imagen de la soledad y (nos)
la presentan envuelta en celofán:
son parte del problema.
Existir es cortarse el dedo sin querer
(cortando el pan), redimirse del realismo sucio y
ensombrecerse a conciencia,
voltear la sábana santa hasta que pierda el valor
añadido, sonsacarse las ganas de morir.
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